Por Isabela Arenas

Del tren que iba lleno de personas, ella bajó ataviada con un vestido blanco inmaculado. Como etérea que es, acortó distancias y traspasó paredes. En un santiamén se encontró al lado de la cama donde convaleciente dormía doña Cristina. Poco le importó interrumpir su sueño. Como impertinente, intrépida y astuta que también es, se metió dentro de sus sueños para aprovechar el estado de somnolencia y podérsela llevar; para que doña Cristina no pusiera objeción para emprender el viaje en aquel tren lleno de almas.

La tomó de la mano e intentó sacarla por la puerta de aquel cuarto de hospital. Doña Cristina aun dormida comenzó a pegar de gritos, no quería irse, se resistía a dejar este mundo, que aunque lleno de vicisitudes, ella prefería enfrentarlos que irse de viaje por la eternidad, pues además en su casa la esperaban sus hijos y su madre.

No obstante la estupefacción que le produjo esa mano fría y de extrema delgadez, pudo emitir un alarido que se escuchó hasta el pasillo donde se encontraban las enfermeras. Ese grito sacado desde lo más profundo de su ser, de las inmensas ganas de vivir, ahuyentó a la mujer vestida de blanco que hacía unos instantes había bajado del tren repleto de almas.

En el delgado margen del sueño y la realidad, la dama de blanco inmaculado se esfumó, no pudo cumplir con la encomienda: llevarse  un alma más para el mundo de lo etéreo.

Cuando las dos enfermeras acudieron al llamado de auxilio y llegaron a la habitación, Doña Cristina ya bien despierta, con sus ojos salidos de sus órbitas, temblorosa y asustada gemía por la pesadilla. Apenas balbuceando les contó de la visita que acababa de tener:

–Venía vestida de blanco y bajó de un tren que iba lleno de muchas personas; vi como traspasó la puerta, y cuando estaba junto a mí, me tomó de la mano y me jaló, quería que me fuera con ella, pero entre más me resistía, ella jalaba y jalaba más mi mano; cuando sentí que a punto estaba de lograr su cometido, porque las fuerzas me comenzaban a faltar, fue que me aterré y comencé a gritar para que alguien me ayudara…yo no quería irme con ella, con la muerte—.

Las enfermeras un poco asustadas, pues no estaban muy acostumbradas a escuchar historias como esa, le pidieron que se tranquilizara. Le aseguraron que sólo había sido un mal sueño, que no estaba en peligro de muerte pues todo marchaba excelentemente bien con su salud y que al día siguiente ya sería dada de alta. Comprensivas le dieron un calmante para que pudiera conciliar el sueño y se relajara.

***

A esa misma hora y a unas cuantas calles, cerca del hospital en donde doña Cristina convalecía de su operación, su hija pequeña era visitada por dos personajes muy sui generis, que también bajaron de un tren. El vestía traje negro con un sombrero de bombín del mismo color. La indumentaria de ella era blanca.

Las dos personas tocaron a la puerta, la niña se levantó de la cama, pues ya dormía; al abrir quedó atónita, la sorpresa fue mayúscula. Era la muerte por partida doble, personificada en hombre y mujer. Ambas “muertes” le preguntaron por su madre, le advirtieron que venían por ella para llevarla a un viaje por la inmortalidad.

Con el pánico que le produjo tal sentencia, la pequeña solo tuvo la fuerza necesaria para azotarles la puerta en las “narices”. Corrió rumbo a su recamara para buscar refugio entre las sábanas, pero al voltear vio como la puerta de metal no era un impedimento para que la muerte por partida doble entrara a la casa a buscar a doña Cristina. Para la muerte no hubo obstáculos, sencillamente entraron, como quien se sumerge en el agua. Iban tras ella como buscando en cada rincón. No supo qué hacer, sólo se cubrió bien y comenzó a rezar un Padre Nuestro, que el miedo borraba de su mente cada que intentaba decir la oración.

Todo sucedió en un instante. La sorpresa de tener a la muerte frente a frente por partida doble, el estruendo del portazo y el esfuerzo estoico por rezar a gritos el Padre Nuestro para que lo escucharan y se fueran, traspasó la dimensión de los sueños y llegó hasta el mundo real, todo esto hizo despertar a Eloísa, la pequeña hija de doña Cristina.

Con el corazón latiendo a mil por hora se levantó y se quedo sentada en la cama e inmóvil por un momento, estaba muy asustada y preocupada por su madre que se encontraba en el hospital, por eso se repetía que sólo había sido una pesadilla, y que Doña Cristina estaba bien de salud. Repitiendo en su mente que las visitas solo fueron producto de su imaginación y rezando para ahuyentar los malos pensamientos, el amanecer la sorprendió.

Eloísa se levantó temprano, se bañó y estuvo lista para que en compañía de su abuela visitaran a su madre en el hospital. Al llegar el médico les dio la buena noticia: doña Cristina había respondido muy bien a la operación y se encontraba en buenas condiciones para abandonar el hospital, lista para irse en ese momento.

La noche llegó

Todos contentos de que ella ya se encontrara en el hogar y bien de salud, felices se fueron a dormir. Al pasar de las horas, unos alaridos rompieron la paz y la tranquilidad de la casa. Los quejidos despertaron a todos. Los gritos provenían de la recámara de doña Cristina. Los hijos y la abuela corrieron hasta ahí. Cuando llegaron, ella estaba sentada en la cama bañada de sudor frío, asustada y con la mirada llena de estupor.

Cuando pudo articular palabra, doña Cristina les contó que la mujer ataviada de un blanco inmaculado la había seguido hasta ahí; que de nuevo se la quería llevar…

Era la Muerte otra vez. Bajó del tren repleto de almas, vestida de un blanco inmaculado. Esta vez ya no tocó la puerta, simplemente entró y la buscó. Pero de nuevo, las ganas de vivir de doña Cristina fueron más fuertes que ella y no puedo llevársela al mundo de la eternidad. PdC.

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