Por Bernat del Ángel.

La felicidad, ese Santo Grial moderno que todos buscamos como si fuera el maldito tesoro de Moctezuma. Nos bombardean con la idea de que la vida no vale la pena si no somos “felices”. Pero, ¿qué diablos significa realmente ser feliz? ¿Será que nos han vendido una mentira más grande que el ego de un político en plena campaña?

Comencemos a salir del berenjenal. La felicidad, tal y como nos la presentan, es una ilusión aspiracional. Un espejismo que, por más que nos acerquemos, siempre se aleja un poco más. La publicidad, las redes sociales y hasta tu tía Pepa con sus frases de Paulo Coelho en Facebook nos meten en la cabeza que la vida debe ser una constante pasarela de colores y unicornios. Pero, permíteme soltarte una verdad como un hielo en la espalda: la felicidad permanente no existe. Es un invento de los gurús del autoayuda y de la industria del entretenimiento.

En cambio, la alegría es otra historia. La alegría son esos pequeños momentos de contento que nos sorprenden en el día a día. Es esa carcajada con amigos, el placer de un buen café por la mañana con la persona que quieres, o el simple hecho de que el semáforo esté en verde cuando tienes prisa. La alegría es real, tangible y, lo mejor de todo, accesible. No necesita de grandes proezas ni de hazañas épicas o trompetas y confeti. Está en las pequeñas cosas, en esos instantes que hacen que la vida valga la pena.

Y ahora, coge mi vaso, voy a romperte otro mito. El amor.

Nos han vendido la idea de que el amor es sinónimo de felicidad. Que encontrar a tu “media naranja” es el pináculo de la existencia humana. Pues bien, aquí va una noticia: el amor no te hace feliz. Al menos no de forma permanente y mágica como en las películas de Disney. El amor es un cúmulo de momentos, algunos maravillosos, otros no tanto. Es una montaña rusa de emociones, con subidas que te dejan sin aliento y bajadas que te hacen cuestionar todo, vomitar. Y está bien así. No pasa nada.

La vida es individual. No somos mitades que necesitan completarse, sino seres completos que pueden compartir su camino con otros. Pero no dependas de otra persona para ser feliz. Esa dependencia emocional es una trampa que solo lleva a la frustración y al desencanto. Nadie puede ser responsable de tu felicidad, porque esa es una carga demasiado grande para cualquier ser humano.

La clave está en apreciar los momentos alegres. En dejar de buscar esa utopía llamada felicidad y aprender a disfrutar de las pequeñas alegrías cotidianas. Porque, al final del día, la suma de esos momentos de alegría es lo que realmente importa. La risa espontánea, una charla sincera, el aroma de la tierra mojada después de la lluvia, mi trozo de chocolate por las tardes. Esos son los fragmentos de vida que te llenan el alma, no esa quimera inalcanzable de la felicidad eterna.

Así que, deja de perseguir fantasmas. Deja de torturarte pensando que tu vida no es suficientemente buena porque no eres feliz todo el tiempo. Aprende a saborear esos pequeños destellos de alegría que te ofrece la cotidianidad. A veces, una broma chula en el momento justo vale más que todas las promesas de felicidad eterna que te puedan hacer.

Y sí, sé un mucho egoísta. Aprende a estar bien contigo mismo. La compañía de otros es un hermoso complemento, pero no el núcleo de tu bienestar. Cultiva tus pasiones, tus intereses, tus sueños. Disfruta de tu propia compañía y encuentra en ti mismo esas pequeñas chispas de alegría que iluminan la vida.

La felicidad puede ser un espejismo, pero la alegría es un faro constante. No vivas esperando encontrar la felicidad; vive buscando esos momentos de alegría que hacen que todo valga la pena.

Porque al final, la vida no es un estado permanente de éxtasis, sino una colección de instantes que, si sabemos apreciarlos, nos llenan de un gozo real y palpable.

Así que ríe, disfruta, pero sobre todo, vive. PdC.

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