Brady Corbet se sumerge en el alma rota de un mundo que, tras el horror de la guerra, intenta recomponerse a golpes de arquitectura, ideales y una búsqueda interminable de pertenencia.
En “El brutalista”, una odisea de tres horas y media dividida en dos actos con intermedio, se disecciona el “sueño americano” desde los cimientos, revelando su doble cara: la promesa de redención y la amarga exclusión.
La cinta arranca con fuerza visual y simbólica: László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto judío húngaro, llega a América con el peso del Holocausto a cuestas. Desde una Estatua de la Libertad invertida, el mensaje es claro: aquí no hay paraísos garantizados, solo una nueva clase de lucha. En su modesto equipaje lleva más que planos de edificios, lleva sueños rotos y una familia que sigue atrapada al otro lado del Atlántico.
“El brutalista” se convierte rápidamente en una danza de contrastes: la brillantez creativa de László Tóth y su vulnerabilidad humana frente a los vicios del sistema. La propuesta de un millonario oportunista, Harrison Lee Van Buren (un Guy Pearce magistralmente odioso), para diseñar un centro comunitario, es tanto su boleto hacia el éxito como su condena. Aquí, el filme profundiza en el tóxico matrimonio entre el arte y el dinero: un artista brillante, reducido a ser un peón en el tablero de los poderosos.
Brady Corbet se esfuerza por capturar las tensiones de una nación construida sobre la inmigración, pero con una amnesia selectiva sobre quiénes la edificaron. La primera mitad de “El brutalista” es casi perfecta, con una narrativa envolvente y una estética impresionante. Desde la fotografía evocadora de Lol Crawley hasta la atmósfera creada por Daniel Blumberg en la banda sonora, todo parece meticulosamente calculado para impresionar.
Sin embargo, el segundo acto tropieza al subrayar con demasiada literalidad lo que antes era subtexto. La brillante arquitectura narrativa se convierte en un bloque pesado que se arrastra hacia un desenlace que, aunque visualmente impactante, no logra igualar la potencia de su inicio.
Adrien Brody entrega una actuación que encarna el sufrimiento y la ambición de un hombre cuya vida ha sido devastada, pero que lucha por dejar un legado tangible. Felicity Jones, aunque relegada a un rol secundario hasta bien entrada la película, aporta la intensidad emocional necesaria para equilibrar la frialdad del mundo que los rodea. Mientras tanto, Guy Pearce roba cada escena como el despiadado benefactor, su carisma tan venenoso como irresistible.
“El brutalista” no es para todos: su ritmo pausado y sus reflexiones densas sobre temas como la asimilación cultural, la inmigración y la identidad judía pueden alienar a algunos espectadores. Pero es precisamente esta ambición desmesurada lo que la hace memorable.
Brady Corbet no solo plantea preguntas incómodas, sino que desafía al espectador a encontrar respuestas en un paisaje moral ambiguo. Aunque imperfecta, la película es un logro impresionante, una construcción cinematográfica monumental que, como las obras de László Tóth, se atreve a soñar más allá de sus límites. Muy buena. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.