Disney sigue empeñado en revivir sus clásicos animados con la promesa de modernizarlos, aunque el resultado rara vez logra igualar el encanto del original. Ahora le ha tocado el turno a “Blancanieves”, una de las películas más icónicas de la historia del cine, con la presión de cargar sobre sus hombros el peso de la nostalgia y las expectativas. Bajo la dirección de Marc Webb y con Rachel Zegler y Gal Gadot al frente del elenco, la nueva versión de “Blancanieves” se debate entre la fidelidad y la reinvención, y en el proceso, pierde el alma.
Desde su concepción, “Blancanieves” ha estado rodeado de controversia. El simple hecho de que Blancanieves no sea blanca desató debates absurdos, mientras que la omisión de la palabra “enanos” para referirse a los compañeros de la protagonista también generó revuelo. Todo esto antes de que el primer fotograma llegara a la pantalla. Pero más allá de la polémica, el verdadero problema de la película no es su casting ni su corrección política, sino su falta de identidad.
La historia arranca con la premisa de siempre: Blancanieves, una princesa convertida en sirvienta, es víctima de la envidia de su madrastra, la Reina Malvada. Pero en esta versión, el príncipe ha sido eliminado y en su lugar aparece Jonathan (Andrew Burnap), un bandido con inclinaciones socialistas que roba patatas. Sí, papas. Su relación con Blancanieves tiene más de manifiesto político que de cuento de hadas, lo cual no es necesariamente malo, pero en manos de un guion sin fuerza, se siente como un relleno torpe en lugar de una evolución narrativa.
El apartado visual tampoco ayuda. Disney ha optado por recrear a los siete enanos en computadora (CGI) en lugar de emplear actores con enanismo, resultando en criaturas que parecen sacadas de una mala simulación de inteligencia artificial. Es una decisión que solo añade más artificialidad a una película que ya de por sí se siente plástica y vacía.
Las canciones intentan ser el alma del filme, con nuevas composiciones que buscan insuflar algo de frescura a la historia. Rachel Zegler brilla vocalmente, con interpretaciones que modernizan los clásicos sin destrozarlos, aunque su Blancanieves carece de la dulzura y el magnetismo de su predecesora animada. En cuanto a Gal Gadot, su Reina Malvada es una mezcla desastrosa de actuación de telenovela y villana de opereta. Su canto, maquillado con autotune, y sus expresiones forzadas hacen que cada escena en la que aparece roce lo caricaturesco.
Pero el mayor problema de “Blancanieves” es que parece hecha por comité. En su intento de complacer a todos, termina por no satisfacer a nadie. Se aleja del original lo suficiente para alienar a los puristas, pero no lo suficiente para ofrecer algo genuinamente nuevo. Su tono es inconsistente, su mensaje es confuso y, al final, lo que queda es un espectáculo costoso y sin alma. Disney sigue sin aprender la lección: la magia no se puede fabricar con CGI (imágenes generadas en computadora) con discursos huecos.
En definitiva, “Blancanieves” no es el desastre absoluto que algunos vaticinaban, pero tampoco es memorable. Y eso, tratándose de un remake de la película que dio inicio a la era dorada de la animación, es su mayor pecado. Por mucho. Prescindible. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.