Historias Comunes

Homo Idioticus: Crónica de una especie subnormal

Por Bernat del Ángel.

Somos una especie idiota. Y no lo digo con despecho ni con desesperanza —que también—, sino con una mezcla rara de asombro, sarcasmo y una pizca de ternura amarga. Porque, qué duda cabe, el ser humano es un prodigio de contradicciones. Una criatura capaz de pintar la Capilla Sixtina con una mano, mientras con la otra arranca de cuajo los árboles que le dan oxígeno. Un simio refinado que escribe sonetos y luego mata por un estacionamiento. Un idiota con ínfulas de dios.

¿Y qué esperábamos? Venimos de una mezcla entre polvo estelar y berrinche evolutivo. Y aquí estamos, pavoneándonos por el mundo con nuestras frases de autoayuda y nuestros planes a cinco años. Pero basta que se caiga el Wi-Fi o que nos dejen en visto para que se nos desmorone la dignidad como castillo de naipes. Sería enternecedor si no fuera tan peligroso.

A ver, inventamos la democracia, pero votamos a los cretinos y tarados. Tenemos acceso ilimitado al conocimiento, pero preferimos la ignorancia porque viene con dibujitos y hashtags. Le tememos a la muerte, pero no a desperdiciar la vida. Admiramos el valor, pero vivimos aterrados de decir lo que pensamos, no vaya a ser que nos “bloquen” y nos dejen sin likes.

Somos una especie idiota porque confundimos ruido con verdad, fama con talento, poder con virtud, y sentir mucho con tener razón. A los que dudan los llamamos débiles. A los que gritan, líderes. A los que piensan, peligrosos. Y a los que aman sin condiciones, idiotas… como si no bastara con uno.

Y aún así, sobrevivimos. A fuerza de testarudez, sí, pero también de azar cósmico. Porque si la evolución fuera justa, hace siglos nos habríamos extinguido como los dinosaurios, pero sin el glamour de un meteorito. Lo nuestro sería más bien una muerte por estupidez: como ese tipo que se electrocuta intentando secarse el pelo en la ducha.

Y lo peor —lo más aterradoramente bello— es que a veces brillamos. De verdad. Creamos música que hace llorar a los dioses y poesía que resucita muertos. Nos abrazamos en medio de terremotos, donamos órganos a desconocidos, lloramos con la muerte de un animal que ni siquiera sabíamos que existía. Hay días, poquísimos, en que pareciera que tenemos salvación.

Pero luego… abrimos Tiktok.

Y ahí se va todo al carajo.

Nos atrincheramos en ideologías como quien se esconde en un baño durante un bombardeo. Preferimos el fanatismo a la duda, porque pensar cansa y revisar los propios errores ni hablar. Nos repetimos las mismas frases hechas como rosarios de plástico. “Sé tú mismo”, “ama sin medida”, “fluye”. Y mientras tanto, nos odiamos con método y fluimos directo al precipicio.

¿Y el amor? Ah, sí. Otra especialidad del homo idioticus. Nos gusta lo que no podemos tener, despreciamos lo que sí, y cuando por fin lo entendemos, ya estamos divorciados, muertos o bloqueados en WhatsApp. Y ni hablar de los que intentan amar sin instrucciones: esos son lapidados por el tribunal del algoritmo.

Nos creemos eternos, pero vivimos como si no fuéramos a envejecer nunca. Nos llenamos de cosas que no necesitamos, para impresionar a gente que no nos quiere, mientras ignoramos a quienes de verdad se partirían el alma por nosotros.

Y con todo eso, ¡nos atrevemos a llamarnos inteligentes!

Y entonces, entre guerras por tonterías, selfies desde el abismo y canciones huecas reproducidas mil millones de veces, uno se pregunta si de verdad merecemos este mundo. Si acaso no habría sido más sensato que la evolución le apostara al pulpo o al cuervo. Porque mientras el ser humano siga creyéndose la cúspide de algo, en lugar de la advertencia de todo… no estaremos salvados. Estaremos sentenciados. Con un juicio sin juez y una celda sin barrotes: la idiotez perpetua. PdC.

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