Por Bernat del Ángel.
Te lo escribo sin florecillas y con letra de molde: hemos dejado que la escritura a mano se nos escape de las manos, así, con una silenciosa y peligrosa normalidad, como quien no quiere la cosa, pero de forma irremediable.
Esa conexión única que existe entre el bolígrafo y el papel, entre nuestra mano y nuestro cerebro, la hemos tirado al vertedero de la tecnología. Y no me vengas con que es un avance, porque lo que estamos perdiendo es algo que ningún algoritmo nos va a devolver: la capacidad de pensar con calma, de darle forma a las ideas a fuego lento, como se debe.
En todas mis clases, insisto como loco: escriban a mano. No por nostalgia, ni porque sea un romántico empedernido, sino porque es lo que mantiene nuestra cabeza en su sitio. Mientras el mundo se ahoga en un océano de estímulos, escribir a mano nos obliga a detenernos, a procesar lo que está ocurriendo. Es un acto de resistencia contra esta manía de hacer todo rápido, de engullir la vida sin masticarla. Porque a ver, ¿qué sentido tiene esta obsesión por la productividad, por la eficiencia, si al final del día no somos capaces de recordar qué hicimos o, peor aún, para qué lo hicimos?
La tecnología, con toda su fanfarria de avances, nos ha robado algo fundamental: el tiempo. No el que marca el reloj, sino el que necesitamos para entender lo que nos rodea. Ya no caminamos, corremos. Ya no leemos, escaneamos. Y escribir… bueno, escribir a mano es cosa de otro siglo, ¿no? Pero, ojo, no te equivoques lince. No se trata de demonizar a la tecnología, sino de evitar que nos convierta en sus esclavos. Porque, en un mundo donde todo debe ser inmediato, escribir a mano es un lujo que pocos nos permitimos. Y sí, es un lujo necesario, porque nos devuelve a nuestra propia humanidad.
Ahora, si piensas que exagero, piénsalo de nuevo. Estamos criando generaciones que, a pesar de saber escribir, leer y pensar, no quieren hacerlo. Porque se les da todo hecho, todo masticado y triturado, peladito y en la boca, listo para consumir sin esfuerzo. Es el analfabetismo funcional en su máxima expresión, y nos está llevando al borde del risco.
Y ahí no queda la cosa. Nos hemos acostumbrado a estar enfermos de ocupación, a glorificar el estar siempre ocupados, como si eso nos hiciera más importantes. Y en medio de todo este frenesí, escribir a mano se ha convertido en un acto revolucionario, en una manera de decir: “basta”. Es una forma de reivindicar nuestra libertad, de recuperar nuestro espacio mental y emocional en un mundo que nos empuja a dejar de pensar, de sentir, de ser humanos.
Coger un boli y dejar que las palabras fluyan en el papel es un acto de rebeldía. Nos conecta con el mundo de una manera que los teclados nunca podrán. Con un bolígrafo en la mano, somos conscientes de cada trazo, de cada error, de cada tachón. Y eso es lo que nos hace humanos: la imperfección. El teclado, por el contrario, nos da una falsa sensación de perfección. Todo se puede borrar, todo se puede corregir, sin dejar rastro. Pero, ¿qué queda de nosotros en ese proceso?
Decía Aristóteles, somos criaturas de hábitos. Y los hábitos que estamos cultivando nos están deshumanizando, nos están haciendo más máquinas que personas. ¿Y luego te sorprendes de que estás ansioso, deprimido, adicto a tus dispositivos?
Claro, pasamos horas enganchados a pantallas que nos devoran el alma, mientras dejamos que nuestra inteligencia se oxide.
Pero, oye, no todo está perdido. Si queremos recuperar el control, si queremos reconquistar nuestra humanidad, tenemos que empezar por lo básico: escribir a mano.
Escribir un diario, una carta, un poema, un post it, lo que sea. El ser humano es un narrador por naturaleza, y cuando escribimos, reencontramos esa esencia.
Así que, si de verdad quieres ser libre, comienza por escribirlo ahora.
Conservas algún bolígrafo como recuerdo ¿Verdad que sí? PdC.