Hay historias tristes, románticas, aleccionadoras, de terror o que dejan un mensaje; la que les voy a contar no cumple con ninguna de estas características, sólo que al estar sentada tomando café y “viendo sin ver” a través de la ventana de mi casa me acordé de lo que me sucedió recién llegue a vivir aquí. Lo que les voy a narrar no es nada extraordinario, es sólo una historia común.
La pequeña casa se ubica debajo de árboles muy frondosos que la mantienen siempre bajo una enorme sombra, uno de ellos es un aguacate que es visitado todos los días por ardillas y pájaros; tremendo festín que se dan comiendo aguacates.
Siempre quise que al despertar y abrir las ventanas mi vista fuera un paisaje con árboles, flores, arbustos, pasto verde y como fondo el trinar de los pájaros. Mi deseo se cumplió.
Las ventanas de la casa dan justo hacia el jardín del vecino; imagínense la vista que tengo: árboles, flores, una fuente en medio, pájaros trinando sacudiéndose las alas y la cola luego de su rutina de “limpieza”, y las ardillas subiendo y bajando por los árboles buscando su comida que guardaron el día anterior entre los arbustos o los huecos que hicieron en la tierra.
Llegué a vivir aquí porque el temblor del 2017 me sacó de mi departamento. Ese 19 de septiembre salí de mi hogar para ir a trabajar y nunca más pude regresar a vivir ahí. Me quedé solo con lo que llevaba puesto. El edificio lo declararon inhabitable. Ahí se quedaron muebles, ropa, objetos personales, vivencias buenas y malas…
Un mes después sólo nos permitieron entrar por documentos y la poca ropa que pudiéramos rescatar. Estaba tan dañado el edificio (el de junto se derrumbó, hubo víctimas fatales) que las autoridades temían que si entrábamos a mover muebles para sacarlos, éste se viniera abajo.
Pasaron los días y luego de considerar que ya no existía peligro, nos permitieron entrar. Ya no fue lo mismo.
Entre todos los vecinos contratamos el servicio de una constructora para reparar el edificio. Hicieron los estudios pertinentes para saber si valía la pena o mejor no gastar. El veredicto fue positivo: con un buen apuntalamiento y recubrimiento de las paredes con mallas de acero se podría habitar de nuevo; sin embargo uno de los ingenieros comentó que no se explicaba cómo es que quedó en pie, pues técnicamente con la fuerza generada por el movimiento de los nueve tanques de agua en la azotea aunada a la intensidad del propio temblor, era para que se hubiera desplomado.
El comentario me congeló la sangre. Entré en shock. No quise arriesgarme, ni volver a sentir un temblor más en las alturas imaginando en qué momento el edificio me aplastaría. No me quedo otra alternativa que buscar en donde habitar. Para entonces, como se dice coloquialmente, era “un manojo de nervios”, cualquier ruido o movimiento bastaba para entrar en pánico.
Me resistí a sentirme una damnificada. La vida tenía que seguir. Buscando en dónde vivir, el destino o el temblor, lo que haya sido, me llevó a encontrar esta pequeña casa en donde ahora vivo.
En mi hogar anterior estaba ya muy familiarizada con los sonidos urbanos y del edificio. En el exterior: el ruido de las ambulancias, de las patrullas o de los carros no daban tregua desde el alba y hasta que anochecía, es más, los tenía tan identificados que con el sonar de los cláxones sabía si había mucho tráfico o no. También tenía bien identificado a “Luis Miguel” un muchacho treintañero que vivía en el edificio de enfrente y que sin falta cada viernes a la medianoche llegaba en su ruidoso auto deportivo y con su estéreo a todo volumen con una canción de Luis Miguel, no había pierde, por eso es que así lo “bautizamos”.
Conocía cada sonido del edificio donde vivía: el taconeo siempre de prisa de la vecina de abajo. Me daba cuenta cuando algo se le olvida pues se escuchaba cómo bajaba corriendo y apenas unos instantes regresaba igual de prisa y azotaba la puerta. El vecino de enfrente, en cambio, su caminar siempre sereno, pausado… eso sí, su puerta rechinaba al abrir y cerrarla.
Conocía bien el ruido que hacía la bomba de agua cuando entraba en función; o cuando la vecina del segundo piso regañaba a don Beto, el portero, porque no hacía bien la limpieza del edificio o su vecina de enfrente que indignada se quejaba con ella porque don Beto no le había ayudado a subir las bolsas del súper…
Cuando llegué aquí todo me resultó nuevo, hasta los ruidos; aprendí a familiarizarme con el mismísimo silencio, la calma, el sonar de las hojas secas al desprenderse de los árboles y caer al suelo, el chasquear de las ardillas, el correr del viento, las pisadas de los gatos en la azotea, la entrada y salida del vecino con su motocicleta…
Gran parte del día permanecía sola o al menos eso creía hasta que una tarde: el viento corría fuerte, la temperatura había bajado, afuera el jardín se veía sombrío por lo frondoso de los árboles y lo avanzado del día…estaba de espaldas a la ventana cuando de pronto escucho un toc-toc en el cristal, al instante se me eriza la piel y más cuando volteo y veo del otro lado, en el jardín del vecino, a una niña pequeña, delgada, con pelo lacio y de piel muy blanca. Luego de mover la cabeza y la mano de lado a lado como en señal de saludo, apenas esboza una sonrisa y se echa a correr…
Me paralice. El corazón a mil por hora. Si ya era “un manojo de nervios” por el shock del temblor, en ese instante ya no supe en dónde había quedado mi poca cordura.
La niña de al lado, simplemente un día tocó el cristal de la ventana, me saludó y se echó a correr. No la he vuelto a ver. PdC.
Escrito por DM.
Foto de Andrea Piacquadio.