Por Bernat del Ángel.

Nada como una enfermedad mortal para poner en perspectiva la fragilidad de nuestro cuerpo. ¿A qué si?

Los que han pasado por alguna lo saben bien.

¿Pero, cuando llega la ansiedad por estar sanos y da paso a la hipocondría?

¿Esta obsesión con la salud es una respuesta racional a nuestras imperfectas anatomías?

En el siglo XIV, el rey Carlos VI de Francia sufría de una curiosa ilusión: creía que su cuerpo estaba hecho de vidrio. Este material, frágil y transparente, simboliza a la perfección el mayor temor de los hipocondríacos: la vulnerabilidad. Esta necesidad humana de espiar dentro de nuestro “contenedor de carne” fue respondida en el siglo XX por las tecnologías médicas, desde análisis de sangre hasta la imagenología. Pero lejos de calmar la ansiedad, este acceso íntimo, junto con la democratización del conocimiento médico por el Doctor Google, ha disparado la hipocondría al infinito y más allá.

Mi hermana Sofía se describe a sí misma como una hipocondríaca con síndrome del impostor. Tras sobrevivir a una enfermedad real y severa, reflexiona sobre su yo a los 17 años, ajena a la “pelota de ping pong” que crecía sobre su clavícula izquierda. Después de más de una década de tratamientos, ahora ve tumores por todas partes. La hipocondría en un sobreviviente de cáncer es, como ella sugiere, de risa loca y llanto amargo. Un encuentro con la malignidad debería recordarnos lo que realmente importa; en cambio, Sofía se siente atrapada entre la enfermedad y la salud, examinando su cuerpo en el espejo. Todos los días.

Con una vasta experiencia tanto en lo médicamente explicado como en lo no explicado, Sofía está perfectamente posicionada para moderar una mesa redonda en lo que toca a la ansiedad por la salud. Curiosamente, la hipocondría persiste como término popular, a pesar de su vaguedad y connotación estigmatizante. Los médicos tampoco quieren abandonarlo, y mira, que bueno.

Los hipocondríacos suelen tener una preocupación específica: cáncer, infertilidad, un parásito interno. Escanean su cuerpo en busca de evidencias que sustenten su convicción, lo que desencadena los “dominos de la catastrofización”.

Pero la hipocondría también se superpone con el trastorno obsesivo-compulsivo y el trastorno de conversión. Sofía también experimenta trastorno de estrés postraumático complejo por sus años como paciente de cáncer, caracterizado por flashbacks, pensamientos intrusivos e hipervigilancia.

La pregunta de Sofía que dio origen a este texto, “¿Quién decide qué es un miedo razonable y qué es un miedo irracional?”, pues eso.

También nos lleva a los orígenes de la hipocondría, nombrada así por Hipócrates y evidente incluso en textos egipcios. Durante más de 100 años, ha sido dominio de la psiquiatría, mientras continúa siendo un blanco lucrativo para charlatanes.

Y ahora todo lo relativo a las enfermedades está influenciado y cogido con pinzas por la era del COVID-19, cuando la enfermedad se convirtió en una preocupación universal y el estigma de la ansiedad por la salud se alivió. Considerar las numerosas formas en que el cuerpo humano puede fallar es alucinante, exasperante y ligeramente loco; es un milagro estar bien. Y tanto.

En cierto modo, la hipocondría tiene sentido perfecto. Todos estamos muriendo, pero la mayoría de nosotros nos consolamos muy fácil y lo enviamos a un estado de olvido.

A pesar de haber sido decepcionada por los médicos de muchas maneras, Sofía tiene la gracia de empatizar con los pacientes hipocondríacos. Tal vez los médicos puedan sentirse presionados a asumir una certeza inmerecida de que no hay nada malo o a sobreinvestigar.

Frente a la tarea de clasificar enfermedades potencialmente fatales, los médicos no pueden, especialmente en un sistema de salud raquítico como el nuestro, escanear, biopsiar y operar a diestra y siniestra.

Pero Sofía está convencida de que el personal de la salud haría bien en compartir sus dudas con sus pacientes, convirtiéndose en aliados en la incertidumbre en lugar de antagonistas. Ambas partes buscan confirmación sobre lo que está sucediendo, pero deben aceptar la espeluznante e inquietante verdad: hay tanto sobre nuestros cuerpos que aún no sabemos… PdC.

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