Miscelánea

Sigue tecleando… a ver hasta dónde llegas

Por Bernat del Ángel.

Si de verdad entendiéramos el poder curativo de una buena conversación, ya estaríamos hablando a gritos.

El tercer milenio nos pintó un futuro de comunicación sin fronteras, donde los tabúes serían cosa del pasado y los teléfonos inteligentes se convertirían en la llave maestra para abrirnos a un universo de amistades digitales y conexiones profundas, y mira…

Pero bueno, aquí estamos, más encerrados en nosotros mismos que nunca, con la cabeza metida en nuestros dispositivos, aislados tras las trincheras de nuestras propias mentes. A pesar de nuestra necesidad desesperada de atención y escucha, nos comunicamos como si estuviéramos lanzando piedras en lugar de palabras. Y, claro, la queja es la misma en todas partes: “Nadie me pela, ni quien me tope”. Pocos son los elegidos que reciben todo el reconocimiento, mientras que el resto del mundo se siente tan ignorado y olvidado que ya hasta cuesta diferenciarse de un mueble.

Lo que alguna vez fue un arte, hoy es un trámite gordo. Las conversaciones diarias son un desfile de frases vacías, lanzadas al aire solo para llenar el silencio que tanto tememos, porque así nos educaron: el silencio es el enemigo. Pero qué mal lo gestionamos, siempre buscando cualquier palabra para taparlo. Nos hemos convertido en robots programados para repetir guiones insulsos donde el escuchar es opcional, y el hablar, una obligación. Es para reírse, si no fuera tan lamentable. Quizás seríamos seres más decentes si las charlas que decidieron nuestra vida hubieran sido algo más que meros intercambios de palabras al viento. Pero no, aquí estamos, arrastrando nuestras miserias en diálogos vacíos y superficialidades.

En este trapecio de sobreinformación, tal vez estemos empezando a extrañar lo que realmente importa: el placer y el poder de una conversación de verdad. Luis Buñuel lo clavó: “Yo adoro la soledad, siempre y cuando un amigo venga a hablarme de ella”. Pero la ironía no podría ser mayor. En una era de supuesta hiperconectividad, resulta que la verdadera conexión humana es más rara que un billete de 3 pesos.

¿Y cómo diablos llegamos a esto? Claro, culpa de la tecnología. Perdidos en un mar de notificaciones y “me gusta”, hemos olvidado cómo escuchar y ser escuchados. La comunicación, esa herramienta que alguna vez nos hizo humanos, ha sido reducida a un simple trámite. Mas que hablar, hoy gritamos al vacío, esperando que alguien, en algún lugar, responda. Ja.

Theodore Zeldin nos recuerda en su “Historia íntima de la humanidad” dos momentos brillantes en nuestra capacidad para hablar. Primero, los griegos, esos locos geniales, descubrieron el diálogo. Hasta entonces, el aprendizaje era un monólogo eterno: el sabio hablaba, los demás callaban y aplaudían. Pero los filósofos griegos decidieron que, para ser verdaderamente inteligentes, necesitábamos contrastar nuestra mente con las de otros. Sócrates fue el primero en plantear la idea revolucionaria de que dos personas podían aprender haciéndose preguntas, sin necesidad de insultarse o arrancarse los ojos. ¡Qué tiempos aquellos!

Luego vinieron los romanos, con Cicerón a la cabeza, quien nos enseñó que una conversación no es propiedad privada de nadie, que todos tienen derecho a participar. Pero claro, ¿quién escucha hoy? Nos escondemos detrás de pantallas, tapándonos los oídos y lanzando monólogos disfrazados de diálogo. Los teléfonos han conseguido que nos callemos más de lo que nunca lo hizo el miedo a la censura. Mientras nuestros dedos teclean febrilmente mensajes a rostros lejanos, ignoramos por completo a los que tenemos enfrente. Ridículo, pero cierto. Estamos desperdiciando la vida, huyendo de ella a través de pantallas, creyendo que la tecnología nos salvará. ¡Qué inocentes fuimos al pensar que las inteligencias artificiales nos enseñarían a hablar!

El gran fallo de nuestra era dorada de comunicación e información es que todavía no sabemos hablar. Amamos nuestros gadgets más que a las personas, y nos comportamos con los demás como si fueran simples máquinas. Error fatal. Nos convencimos de que la tecnología haría el trabajo sucio, pero lo único que ha conseguido es meternos en jaulas digitales donde nos etiquetan como “clientes”, “seguidores” o “usuarios”.

¡Y una mierda! Mientras tanto, el diálogo, esa rara joya, se convierte en el último bastión de esperanza para escapar de esta prisión de gritos y silencios. Hoy, más que nunca, si queremos conservar lo que nos queda de humanidad, tenemos que aprender a hablar, no solo a gritar. Y si no te das cuenta de esto ahora, más vale que empieces a buscar una cueva bien profunda dónde esconderte del desastre que estamos creando, o volver al árbol. Los monos ya preparan la bienvenida… PdC.

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