Mujer…ES Lucha, Valentía, Decisión, Dignidad
Por Bernat del Ángel.
En un pequeño pueblo de Francia, donde la vida parecía discurrir con la calma bucólica de una postal, Gisèle Pelicot vivió el infierno vestido de rutina doméstica. La trama no podría haberla escrito ni el más desquiciado de los novelistas.
No se trataba solo de un crimen; era una odisea del mal que se desarrollaba en silencio, un acto macabro interpretado por el hombre con quien compartió medio siglo de vida.
Porque Dominique Pelicot, su esposo, el compañero de años, había convertido la vida de Gisèle en un laboratorio de horrores. Y lo peor: lo había hecho sin que ella lo supiera.
Todo comenzó con somnolencias inexplicables. Gisèle, que siempre había sido activa, se encontraba cada vez más cansada. La vida parecía escapársele entre sueños que no recordaba. Mientras ella se apagaba lentamente, Dominique tejía una red de depredadores en foros de internet, ofreciendo a su esposa como si fuera una muñeca rota, sedada hasta el olvido. El dato escalofriante: más de 80 hombres participaron en la atrocidad.
Cuando la verdad salió a la luz, fue como una bofetada para todos los que creían en la humanidad. Dominique no solo drogaba a Gisèle para violarla, sino que lo hacía con la minuciosidad de un relojero suizo. Grababa, compartía y permitía que otros participaran, como si su esposa fuera un objeto sin voz ni alma.
El impacto para Gisèle fue devastador. Una vida de matrimonio desmoronada en segundos. “¿Cómo no lo vi? ¿Cómo no lo supe?”, se preguntaba entre lágrimas. Pero aquí es donde comienza lo extraordinario. Donde otros se habrían hundido en la desesperación, Gisèle eligió la lucha. Decidió que no sería la víctima silenciosa. Abrió las puertas del juicio para que el mundo viera, para que la sociedad sintiera el peso del horror.
Y así, en un tribunal abarrotado de periodistas, activistas y curiosos morbosos, Dominique fue desenmascarado. Su traje gris de prisionero no alcanzaba para cubrir la vergüenza. “Soy un violador”, admitió. ¿Arrepentimiento? Claro, cuando las esposas le recordaban que no volvería a tocar la libertad.
Gisèle, mientras tanto, se transformó en un símbolo. Con cada aparición pública, con cada declaración, dejaba claro que esta batalla no era solo por ella, sino por todas las mujeres que han sido silenciadas, abusadas y descartadas. Frente a las cámaras, habló con una dignidad que hacía parecer pequeños a los monstruos que la rodeaban.
“No quiero venganza. Quiero justicia”, dijo al final del juicio, con una voz firme que reverberó más allá de las paredes del tribunal. Dominique fue condenado a 20 años de prisión, la máxima pena. Algunos dirán que es poco para una década de barbarie. Pero, al menos, este depredador pasará sus días encerrado, mientras el apellido Pelicot, el de Gisèle, se convierte en un símbolo de resistencia y valentía.
Sin embargo, este no es un final feliz. Gisèle lleva consigo cicatrices que nunca sanarán del todo. Su salud, su confianza, su mundo, quedaron destrozados. Pero también lleva una fuerza que pocos podrían imaginar. Camina cada día con su perro por un pueblo que ya no es Mazán, alejándose de los fantasmas, aunque sabe que nunca podrá huir completamente de ellos.
Este caso nos deja una lección amarga: el mal no siempre tiene cara de extraño. A veces, está sentado a tu lado, compartiendo el desayuno, disfrazado de preocupación. Pero también nos deja algo más: la certeza de que el silencio jamás debe ser una opción. Gisèle, con su decisión de hablar, de enfrentar el horror de frente, nos recuerda que las sombras solo desaparecen cuando les arrojamos luz.
Y a los culpables, a esos miserables subnormales que creyeron que podían salir impunes, les queda una advertencia: el tiempo de la impunidad está llegando a su fin. La justicia, aunque tarde, siempre llega. Y cuando lo hace, lo hace con todo el peso de la verdad.
Que el apellido Pelicot sea recordado no por el monstruo, sino por la mujer que le dio un nuevo significado: coraje frente al abismo.
Hoy, Gisèle Pelicot levanta la mirada y ve a los ojos a un mundo que la traicionó y camina con una dignidad que avergüenza a los machos y misóginos. Su historia no es una advertencia: es un juicio. Un juicio contra la complicidad del silencio, contra la comodidad de mirar hacia otro lado, contra la cobardía de una sociedad que finge no ver lo que ocurre en sus propias casas.
Gisèle ya no guarda silencio, pero el resto del mundo… ¿seguirá haciéndolo? Porque aquí no hay excusas ni medias tintas. O estamos con ella, o somos parte del problema.
Responde: ¿En qué bando estás? Así de simple, así de brutal. PdC.