En un mundo donde el cine muchas veces se grita, “La luz que imaginamos” de Payal Kapadia susurra. Pero vaya manera de hacerlo. “La luz que imaginamos” no necesita fuegos artificiales ni monólogos altisonantes para hablar de lo esencial: la soledad, el deseo, la injusticia, el cariño callado entre mujeres, la dignidad cotidiana. Con una mezcla de poesía visual, naturalismo documental y drama íntimo, Payal Kapadia entrega una ópera prima que no pide permiso para ser sutil. Simplemente lo es.
Aquí no hay heroínas con capa ni giros de guion de último minuto. Hay tres mujeres —Prabha, Anu y Parvaty— compartiendo su cansancio y sus ganas de seguir adelante en una ciudad que no les hace la vida fácil. Son enfermeras, cocineras, amantes en secreto, esposas olvidadas, viudas desplazadas. Viven en Mumbai, pero bien podrían estar en cualquier otra gran ciudad donde ser mujer es, a veces, una especie de combate silencioso. El conflicto no estalla: flota, se cuela por las rendijas del día a día, se instala entre platos sucios, en pasillos de hospital, en conversaciones a media voz.
Kani Kusruti compone una Prabha que guarda el alma entre dientes. Su tristeza no se dramatiza, se respira. Anu (Divya Prabha), su compañera de piso y colega, representa la juventud que aún se permite soñar, aunque tenga que esconder su amor detrás de un burka. Y luego está Parvaty (Chhaya Kadam), esa figura dura y entrañable que resume la entereza de tantas mujeres mayores que el sistema ha decidido olvidar.
Pero lo fascinante de “La luz que imaginamos” no está solo en el qué, sino en el cómo. Payal Kapadia filma con un ritmo que se parece más a una canción de cuna que a un drama convencional. Las imágenes parecen flotar, como si la cámara también respirara con ellas. La ciudad es un personaje más: vibrante, asfixiante, y sin embargo hermosa. Cuando las protagonistas se escapan al campo, es como si el aire —y la película— se hiciera más liviano. Y esa es la clave: en medio del caos, encontrar un respiro. Un poco de luz.
Hay denuncia, claro. Pero no desde la rabia, sino desde el retrato. La violencia patriarcal, las diferencias religiosas, la precariedad legal de las mujeres pobres… todo está ahí, pero envuelto en una película que prefiere mostrar cómo sobreviven y se acompañan, y no cómo se hunden.
“La luz que imaginamos” no grita, pero deja eco. No dramatiza, pero conmueve. No tiene prisa, pero no aburre. Es una obra que cree profundamente en lo femenino como espacio de resistencia, de consuelo, de transformación. Y, por encima de todo, cree en la luz: la que imaginamos, la que compartimos, la que somos cuando dejamos de estar a solas.
En tiempos de estridencia y velocidad, esta película es un suspiro largo que se agradece como un vaso de agua fresca. Imperdible. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.