De vez en cuando, aparece una película que no pretende cambiar el cine, pero sí recordarnos por qué lo amamos. “La balada de la isla” es justo eso: una historia chiquita con corazón gigante, que entra suavecito y se instala sin pedir permiso en esa parte del pecho donde guardamos los recuerdos bonitos.
La premisa es tan sencilla como disparatada: Charles (Tim Key), viudo, excéntrico y millonario por azares de la lotería, vive solo en una islita perdida. En un ataque de melancolía (y ternura), decide reunir a su vieja banda folk favorita, McGwyer Mortimer, para un show privado en honor a su difunta esposa. Nada raro… salvo que los músicos (Tom Basden y Carey Mulligan) fueron pareja y llevan arrastrando más rencores que acordes desde hace años. Y ahí es donde “La balada de la isla” se pone buena.
Aunque suene como una comedia ligera (que lo es), “La balada de la isla” tiene la delicadeza de tocar fibras profundas sin volverse solemne. Habla de la música como un ancla emocional, ese puente invisible que conecta épocas, personas y heridas mal cerradas. Las canciones no son memorables por sí solas, pero sí por lo que despiertan: nostalgia, amor perdido, amistades rotas, ilusiones que uno insiste en revivir, aunque ya no encajen.
El guion, firmado por Tom Basden y Tim Key, se mueve con soltura entre la risa y el nudo en la garganta. Las bromas tienen el ritmo justo, con frases tan ingeniosas como “Dame Judi Drenched” en plena tormenta (sí, así de absurdamente brillante). Pero lo realmente destacable es cómo el humor no tapa el dolor, sino que lo acompaña. Como en la vida.
Tim Key se roba la peli. Su Charles es patético y entrañable, un payaso triste que nunca da pena. Hay una escena en particular, mientras escucha una balada de la banda, que basta por sí sola para validar todo el proyecto: la cámara se queda en su rostro, viendo cómo lucha por no romperse del todo. Ahí entendemos que no se trata de un capricho de millonario, sino de una súplica desesperada por revivir algo que le dio sentido.
La dirección de James Griffiths es discreta pero eficaz. Sabe cuándo dejar que los actores respiren y cuándo meterse con pequeños gestos cinematográficos que elevan la escena. Como ese plano secuencia que acompaña a Charles mientras muestra no uno, sino dos boletos de lotería ganadores. Detalle sutil, pero brillante.
Sí, “La balada de la isla” es una peli para fans del folk, de las emociones suaves y de los personajes que se sienten vividos. Pero incluso si no te gusta ese tipo de música o si huyes del melodrama, esta historia tiene algo para ti: verdad. No espectacularidad. Verdad.
“La balada de la isla” es una gema rara: imperfecta, divertida, profundamente humana. Te hará reír, te hará llorar, y al final, cuando termines de verla, probablemente quieras abrazar a alguien o poner tu canción favorita. Y eso, en estos tiempos, ya es muchísimo. Buena. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.