Historias Comunes

Joyas sin brillo, pero con alma

Por Bernat del Ángel.

No te dejes embaucar por las cosas pequeñas.

Son como esas damas que parecen sencillas y terminan costándote la salud, el sueldo y el sueño. Porque sí, son pequeñas, pero tienen truco. Trampa fina, disfrazada de rutina y café caliente.

Un paseo al atardecer, una mirada que no hace falta traducir, un silencio cómodo. Minucias, ¿no? Tonterías para los que van por la vida con el alma blindada y el calendario lleno. Pero resulta que esas nimiedades, cuando se comparten con alguien que te importa, se convierten en malditas joyas. De las buenas. De las que no llevan etiqueta ni custodia, pero que si te faltan te hacen polvo.

Las verdaderas joyas no están en las vitrinas de Tiffany’s ni en el museo del Louvre.
No brillan ni tienen corte esmeralda. No hacen “cling” al caer, pero sí resuenan en el pecho cuando te las arrebatan. Son cosas que parecen ridículas al contado, pero que a plazos te sostienen el alma.

Una risa compartida mientras empanas las croquetas. Una conversación absurda a las 2 de la madrugada. Un “cuídate” dicho sin épica pero con cariño.

Bobadas, dirá algún cateto.

Joyas, diría yo. De las que salvan.

Y no, no soy un tipo codicioso. No me interesa la acumulación de afectos ni el derroche emocional. A estas alturas uno ya no quiere coleccionar personas como si fueran estampitas. Uno quiere que alguien, aunque sea uno solo, se acuerde de ti sin necesidad de agenda ni recordatorio. Que te eche de menos sin tragedia griega, y que tú puedas preocuparte por él sin convertirte en mártir.

Porque a fin de cuentas —y créeme que esto lo sé bien— lo que más duele no es perder lo grande, sino que te arranquen lo pequeño.

Lo pequeño que compartías, lo que era solo de ustedes, lo que convertía los lunes en menos lunes y las derrotas en algo llevadero.

La felicidad, dicen los cursis, es un estado del alma.

¡Pamplinas!
La felicidad es un arma de doble filo, una amante caprichosa que te acaricia el lomo y luego te degüella.

Cuando la tienes, flotas. Te sale el café bueno, te sonríe el espejo, el mundo parece menos ruin. Pero cuando se va, te deja hueco. No vacío, ojo, hueco: un espacio donde todo duele y nada encaja.

Y entonces llega la decisión.

Opción A: dejarse caer. Hundirse como una piedra.

El alma en barrena, el gesto mustio, y el “bah” como lema existencial.
Opción B: buscar.

Buscar como un idiota romántico, como un Quijote urbano con resaca emocional. Buscar sin garantías, sabiendo que a lo mejor no hay nada al final del camino.
Pero que si tienes suerte —y el diablo toma café en otro lado ese día—, aparece.

Una de esas joyas pequeñas.

Una persona.

Un gesto.

Una sonrisa que no promete eternidad, pero sí un rato digno.

Y entonces, amigo mío, te agarras de ahí como un náufrago al último tablón.

No para hacerte ilusiones.

No para construir castillos en el aire.

Solo para poder volver a respirar.

Y volver a la superficie.

Con las costillas rotas, el orgullo magullado, y quizá el corazón hecho en mil pedazos.

Pero vivo.

Y si estás vivo, todo puede volver a empezar. Anota. PdC.

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