Historias Comunes

“Chito El Tiburonero”

Al atardecer lo vi partir. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando junto con un compañero igual que él, pescador, una rústica lancha de motor y muchas esperanzas de “tener una buena pesca”, se hizo a la mar. Dijo que haría tres horas más o menos de trayecto a su destino, 15 a 18 millas mar adentro, hasta el Arrecife Santiaguito.

Antes de subirse a su lancha de motor y despedirse, me obsequió la mandíbula del tiburón azul que había pescado durante la madrugada, según él, uno de los más temibles.

Con esa filosofía propia de un hombre que desde los 14 años se hizo en el mar y se hizo a la mar; comentó que como esa mandíbula ya había regalado algunas, y otras las guardaba en su casa como trofeos para presumir y tener el orgullo de saber que si algún día se lo comía un tiburón, él, ya se los había comido primero.

Fue miércoles, día previo al descanso de Semana Santa, cuando José Luis, “Chito” como le dicen sus amigos, mientras desollaba la cabeza del tiburón que posteriormente me regalaría, platicaba de su oficio de pescador; el cual aseguró, lo aprendió en aguas veracruzanas del Golfo de México cuando acompañaba a su padre. Dijo que no lo cambiaría por nada, pues era mejor estar mojado por el mar, que estar de “mojado” del otro lado del “charco”, en Estados Unidos.

Chito es joven, fuerte, de piel morena curtida por el sol; es un soltero de 28 años, alegre y dicharachero como todos los veracruzanos; y aunque no lleva a cuestas la responsabilidad de una familia y la aprensión de llevar el sustento a su hogar, presuroso se despide, porque ahí en Antón Lizardo, pequeño pueblo de pescadores, la temporada y el tiempo son oro, pues solamente esos “días el pescado vale más, ya pasando Semana Santa no vale tanto”.

Meticulosamente comenzó a preparar todo lo necesario para zarpar: subió a la lancha un bote con aproximadamente 50 litros de gasolina; una hielera para guardar la pesca, las carnadas y las redes.

Poco a poco, sin dejar de contar su vida en el mar, puso en la lancha los anzuelos de línea con extensión de hasta siete kilómetros; más de media docena de señales de navegación (unas pequeñas banderas de tela raídas y desteñidas por el sol) con las que marcan el área de pesca;  y todos los implementos necesarios para la travesía, ¡ah! y algo de comida para poder aguantar las más o menos 12 horas de estancia en mar adentro.

Doce horas en medio del mar, del mar adentro; doce horas acompañado por el sonido de las olas y de los chillidos de las gaviotas; doce horas bajo los rayos del sol, con la paciencia acuestas y con la esperanza de que algún gran cardumen pique la carnada y se atrape en las redes para poder llevar de regreso a tierra firme, a casa, unas buenas ganancias. Y no como ese día, apenas un tiburón azul de cuatro kilos, que vendería después en 30 pesos cada kilogramo; un “Peto” y apenas unos diez kilos de “Rubia”.

Su cuerpo moreno, sin perder tiempo se movía de un lado para otro. Era urgente que se hiciera a la mar, porque ahí en ese pequeño poblado, enclavado al final de la carretera que va del Puerto de Veracruz a Córdoba y Orizaba, después de cruzar el puente de Boca del Río, parte del municipio de Alvarado, hay que ganarle tiempo al tiempo, porque es la única actividad económica con la cual sobreviven.

En Antón Lizardo, donde nació Chito no hay muchas labores en qué ocuparse. La mayoría de los lugareños se dedican a la pesca, otros a la agricultura que es casi nula; son pocos los que cultivan sandía y los muchachos jóvenes, a servir mesas en los escasos restaurantes que se enfilan a lo largo de la playa.

Los niños y los adultos venden “bolitas” de queso, botanas, lentes de sol y trajes de baño a los contados turistas nacionales y extranjeros que llegan a caer por ahí.

En Antón Lizardo las playas son casi vírgenes. No hay hoteles. Es una región que apenas despierta al desarrollo turístico. Pocos son los pobladores: unos pescadores, otros comerciantes, otros más marinos y los más, que son mucho más, son trabajadores indocumentados en Estados Unidos; lo que entristece a Chito al pensar en ellos, lejos de su mar, de su tierra que los vio nacer.

Los que sí pudieron estudiar, que no fue el caso de Chito, porque él tuvo que dejar la escuela cuando niño, ya que tenía que ayudar a su padre a pescar, se incorporan a la Heroica Escuela Naval de Veracruz, Antón Lizardo.

Los demás, los que buscan y no encuentran un lugar en su tierra natal, desesperados emigran hacia la frontera. Cuenta Chito que son muchos los que ya se han ido, y algunos conocidos de él, de quienes nunca más ha sabido; el piensa que a lo mejor les tocó mala suerte, “ya están muertos”.

Chito con la espalda morena y descubierta, como disfrutando del sol, está seguro que él nunca cruzaría el Río Bravo. Él ha optado por quedarse ahí, “prefiero que me coma un tiburón aquí y no que me maten allá, si de todos modos he de morir, que sea aquí en mi pueblo, en el mar, en las aguas del Golfo de México”.

Por todo eso, para los pescadores de Antón Lizardo y para Chito el tiempo y la dedicación valen como un “garbanzo de a libra”, ya que “si no es en esta temporada, será hasta las lluvias cuando se tengan buenas ganancias, que es cuando las aguas están revueltas y los cardúmenes se acercan más hacia la playa”.

Es ahí, en pueblos como ese, en donde apenas con una docena de rústicas lanchas tratan de labrar un futuro promisorio, donde las máximas populares: “el tiempo es oro” y “a río revuelto ganancia de pescadores” cobran sentido, porque cuando todo les resulta adverso, no les queda más que intensificar sus esfuerzos.

Por eso Chito, mientras limpiaba su escaso cargamento de rubias y escribanos que capturó después de casi doce horas de paciencia de pescador, y de mantenerse vigilante a la espera de que los cardúmenes mordieran el anzuelo, allá mar adentro en medio de la negrura de la noche, con el lamento del típico jarocho alegre, piensa que es mucha la inversión y el sudor para lo que en ocasiones, como en ese día, llegan a pescar.

“Imagínese a seis pesos el litro de gasolina y nos llevamos 50, y hasta más en ir y venir, para lo poco que a veces pescamos, como hoy”, platicaba en tanto que en la playa con la maestría de un cirujano abría la panza de cada pez para sacarle las vísceras y arrojarlas de nuevo al mar.

Por eso para ellos, el tiempo y clima es oro, porque entre más tiempo pasen en el mar y las lluvias se hagan presentes, “las aguas se revuelven y los cardúmenes se acercan y llegamos a capturar de 500 hasta 600 kilos, y entonces si es cuando nos va bien”.

Fue en ese momento cuando los que somos ajenos a ese mundo y mirábamos la llegada de los trabajadores del mar, los que laboran de sol a sol, fue que comprendimos sus expresiones; unos a pesar del calor sofocante y la falta de descanso se les veía satisfechos del peso de su carga; otros como Chito, fatigados, pero esperanzados, se resignaban a la exigua captura.

Ahí bajo los rayos del sol, las lanchas con los pescadores de Antón Lizardo van llegando una a una. Ahí no hay descanso, apenas unas horas para dormir y comer algo, porque la jornada de trabajo en el mar no inicia al día siguiente, comienza sólo unas horas más tarde.

Es una jornada que nunca termina. Llegan, bajan, limpian y destazan toda la pesca; la que trasladan hasta la bodega que ya está lista para recibir hasta media tonelada de peces; los pesan y hacen sus cuentas; revisan y acicalan los botes y las enormes redes.

Para entonces ya son las dos de la tarde, apenas tienen tiempo para bañarse, dormir, comer y “echarse una caguama” (cerveza), como dice Chito, para que en un par de horas comience nuevamente la travesía, el recorrido de hasta más de 18 millas, o a lo mejor tendrán que internarse más allá de mar adentro; escudriñar nuevas zonas, porque ya no se podrán “permitir” que la próxima pesca sea tan “pobre” como la de ese día.

Así con renovadas esperanzas vi partir a los pescadores de Antón Lizardo. Vi partir a Chito, “El Tiburonero”, el pescador que prefiere que se lo coma un tiburón en aguas mexicanas, a ser un “mojado” más, golpeado y humillado en tierras extrañas; ajena a sus costumbres, a su mar que tanto cansancio le da, pero que también lo hace sentirse seguro y arropado. Y así nuevamente Chito, “El Tiburonero” se hizo a la mar…PdC.

Por MM.

Historias Comunes. La vida es como tú la cuentas, porque es como tú la vives.

Foto de Sirikul R en Pexels

1 Comentario
  1. Claudia 2 años ago
    Reply

    Que interesante historia y muy buena narración.

Deja un comentario

Your email address will not be published.

Te puede gustar