Por Bernat del Ángel.

En una de las bulliciosas calles de esta ciudad que nos absorbe día con día, un encuentro inesperado me llevó a reflexionar sobre los prejuicios.

Una pareja de avanzada edad discutía acaloradamente en una esquina, a unos metros de distancia, sus gestos revelaban tensión.

Aunque el ruido del tráfico me impedía escuchar con claridad sus palabras, su conflicto no pasó desapercibido.

Al acercarme, enganchado quedé en un drama doméstico en toda línea.

El hombre, visiblemente alterado, exigía a su compañera que sacara algo de su bolsillo, amenazando con irse si no lo hacía.

Ella negaba rotundamente tener algo consigo, mientras él se sumía en la desesperación.

Antes de cuestionar la versión de la dama y tomar partido, decidí abordar al caballero y apelar a la calma.

Sorpresa, se quebró ante mí, confesando que su esposa, en un acto desesperado, había recogido una mascarilla usada del suelo y la guardaba en su abrigo. Aunque ella negaba todo, mi intuición apuntaba a que él decía la verdad.

– ¿Por qué discuten? – pregunté, tratando de calmar los ánimos.

– Es que mi esposa recogió una mascarilla del suelo y la lleva consigo – respondió el hombre con pesar en su voz.

– ¡No es cierto! ¡No recogí nada! – exclamó la mujer, defendiéndose.

Mientras hablaba con ellos se reveló la complejidad de su situación.

Él temía por la salud de su esposa, pero ella parecía ajena al riesgo de contagio.

No había espacio para juicios apresurados, solo la necesidad de comprender y ayudar.

– Señora, entienda que no es seguro usar una mascarilla usada. Podría enfermarse – expliqué, con tono compasivo, el mejor que tengo.

– ¡Pero no es cierto! ¡Yo no he tomado nada del suelo! – insistió ella, con firmeza.

– Usted no ha cogido nada, ¿verdad? – le pregunté al hombre, buscando confirmación.

– Nada, señor, nada – respondió él, con los ojos vidriosos.

– Su marido dice que no ha cogido nada. ¿Está segura de lo que nos dice? – indagué, volviéndome hacia ella.

– Él no vio bien. No he recogido nada del suelo – afirmó ella, con determinación.

La aparición de dos mascarillas usadas en el bolsillo de la mujer confirmó la veracidad de la historia. Con premura, le recordé los peligros de su acción, mientras el esposo, con lágrimas en los ojos, expresaba su preocupación por su delicada salud.

– Por favor, tire esas mascarillas. Escuche a su marido, está preocupado por usted – le pedí, con sinceridad.

-No quiero que te enfermes, Flori, hay que cuidarnos, por favor – dijo él, con voz entrecortada por la emoción

Al despedirse, el anciano me estrecho con un abrazo agradecido que me conmovió profundamente, aunque su esposa no pareció tan impresionada con mi intervención, los vi perderse calle abajo tomados de la mano.

El incidente deja un valioso aprendizaje; la importancia de escuchar antes de juzgar.

El hombre, inicialmente percibido como el villano, resultó ser un esposo devoto intentando proteger a su amor de vida.

En este planeta donde los prejuicios son moneda corriente, dos almas ancianas nos enseñan la importancia de la empatía y la compasión, invitándonos a tender una mano en medio de la discordia.

En esas manos unidas por la comprensión, hallamos la esencia del amor verdadero, capaz de desafiar al tiempo y al juicio.

Escuchemos, veamos más allá de las apariencias. El amor y el cuidado no conocen límites, prejuzgar menos, permite construir comunicaciones más efectivas y afectivas.

Anota, el amor genuino y la compasión pueden transformar nuestras vidas y las de quienes nos rodean, cada día, en cada encuentro. PdC.

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