Miscelánea

Ser padre no es para pusilánimes

Por Bernat del Ángel.

Es Día del Padre. Otra de esas fechas inventadas para que el comercio nos pase por la piedra de la culpa, nos saque una lágrima y nos haga comprar una corbata. Pero aún así, hay que decirlo: tener un hijo no te convierte en padre. Del mismo modo que tener una raqueta en casa no te convierte en Federer, ni comprarte una guitarra te da permiso para ser Paco de Lucía. Ser padre es otra cosa. Más ardua, más seria, más cabrona.

Para ser padre hay que tener el empaque. El deseo. El temple. Hay que tener redaños y ternura. Ganas de arrimarse, de aprender, de cagarla y pedir perdón, de estar. Porque eso es ser padre: estar. Estar cuando te duele el mundo, cuando no entiendes nada, cuando tu hijo te mira como si fueses un dios y tú apenas si sabes cómo diablos se monta una cuna.

Un padre de verdad no siempre acierta, pero nunca se borra. Es el que se queda. El que aunque no sepa cómo, lo intenta. El que pone el hombro, pero también el límite. Porque un padre que pone límites no reprime: enseña. Educa. Protege. Es más fácil hacerse el simpático y mirar para otro lado. Ser colega, hacerse el moderno, decir “ya aprenderá solo”. No, campeón. Ser padre es incomodarse. Es estar cuando es incómodo estar. No hay galardón en ello, ni aplausos. Solo está el legado invisible, ese que se nota cuando un hijo se planta firme, habla claro, sabe lo que vale y vive lejos.

Y aquí cabe decirlo también, porque la vida es caprichosa y no todos pudieron. Están los que quisieron ser padres y no les dejaron. Los que un cáncer, una guerra o un abandono les robó la oportunidad. Los que tienen los brazos vacíos pero el corazón lleno de hijos imaginarios. Los que jamás pudieron cargar a un crío, pero aman como si los hubieran parido. A ellos, a esos padres sin paternidad, habría que levantarles un monumento de silencio. Porque llevan dentro el amor más callado, más fiel, más digno. Amor no ejercido, pero no menos real. Amor que pesa como un yunque, aunque nadie lo vea.

Volvamos a los otros, a los que sí están, aunque a veces de manera torpe. Porque tampoco es ser perfecto, eh. No hace falta tener doctorado en afectos. A veces basta con un café caliente, con un “¿cómo estás?”, con un llamada a deshoras cuando el mundo se cae. Otras veces basta con quedarse callado, pero cerca. A un padre se le recuerda por lo que estuvo, no por lo que dijo. Por el calor de la presencia, no por los discursos.

Y sí, hay muchos que se creen padres porque pagaron la cuenta del hospital o porque el niño lleva su apellido, por sus ojos. Ilusos. Mamarrachos. Ser papá no es decir “fue niña, fue niño”, y repartir puros o chocolates a diestra y siniestra

Es hacerse cargo. Es enseñar con el ejemplo, no con la amenaza. Es enseñar que llorar no es de cobardes y que pedir perdón te engrandece. Es, en suma, enseñar a vivir. Porque la madre te da la vida. Pero es el padre quien te enseña a sobrevivirla sin volverte un imbécil.

Hoy es Día del Padre. Quizás convenga mirar alrededor, y preguntarse quién estuvo. Y si no estuvo, quién quiso estar. Y si no hubo nadie, preguntarse qué tipo de padre quieres ser. No para colgar una medalla. Sino para que algún día, cuando estés bien muerto y tus hijos tengan sus propias batallas, te recuerden con una media sonrisa y digan: “mi jefe, mi apá… ese sí que estuvo.” PdC.

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