Luca Guadagnino decide lanzarse a las profundidades de “Queer”, la obra menos amable y más cruda de William S. Burroughs, y el resultado es un caleidoscopio de contrastes: bello y perturbador, elegante pero visceral, soñador aunque áspero. Es una película que no se ajusta al molde ni se interesa en complacer, más bien se revuelca en su propia incomodidad con un guiño de fascinación morbosa.
Daniel Craig, en el papel de William Lee, deja a Bond en la cuneta con una interpretación tan vulnerable y patética como absorbente. Lee es un hombre sudoroso, consciente de su propia decrepitud y preso de un deseo nunca correspondido. En el México de los años 50, este adicto al éxtasis del dolor vaga entre bares y almas perdidas, buscando sentido en Eugene Allerton (Drew Starkey), un joven marino limpio, inmaculado y etéreo, que entra en escena como un ángel cruzando un infierno lleno de gallos de pelea y borrachos. Allerton es todo lo que Lee no puede ser: sereno, luminoso y distante. No es amor, no es pasión; es obsesión pura, una fijación que pronto se vuelve patológica.
El problema no es sólo lo que Lee siente, sino cómo lo siente: con una desesperación líquida y tambaleante. Luca Guadagnino captura ese descenso emocional con planos vacíos, bares apenas poblados y un México que parece existir en el limbo. Aquí, el purgatorio no es sólo espiritual, también es geográfico: un grupo de hombres gringos envejecidos que nunca interactúan con los locales, atrapados en un ciclo de sexo sin amor y de conversaciones que van a ningún lado. Jason Schwartzman, robando escenas como siempre, y Lesley Manville, en el papel de una doctora chiflada en la selva, son los encargados de ponerle humor a esta historia que nunca pierde su sabor a derrota.
Visualmente, “Queer” es puro Guadagnino: cada cuadro parece trabajado con pinzas, incluso cuando el contenido que retrata es mugriento. Sayombhu Mukdeeprom, su habitual director de fotografía, nos regala una película de colores desgastados y perspectivas que crean un mundo irreal. Pero donde Luca Guadagnino más se arriesga es en la música. Trent Reznor y Atticus Ross entregan una banda sonora inquietante y discordante que fluctúa entre la belleza etérea y el ruido hiriente, con inesperados brochazos de Nirvana, Prince y New Order. Es una selección que suena a desubicada, pero que refleja perfectamente el caos mental de Lee.
El problema con “Queer” es que su superficial elegancia a veces se siente como un disfraz. Luca Guadagnino está enamorado de Burroughs, de su legado literario, de sus paranoias y monstruos internos, pero también parece aséptico al momento de abordarlo. La película se tambalea en la segunda mitad cuando la pareja protagonista viaja a la selva en busca de ayahuasca. Aquí, entre alucinaciones al estilo psicodélico de los 70 y monólogos al borde del ridículo, el relato pierde rumbo y cualquier intento de profundidad se vuelve un charco poco hondo.
Aun así, Daniel Craig sostiene el barco. Con su cuerpo trabajado (quizá demasiado para un heroinómano) y una energía desesperada, nos da a un Lee que oscila entre lo trágico y lo risible, con un dolor que se siente verdadero, aunque incompleto. Su actuación es el corazón de esta película imperfecta, donde el amor no se consuma, los sueños se diluyen y el único alivio es la autodestrucción.
“Queer” no es divertida, no es cálida y ni de lejos redonda. Pero es un viaje fascinante, lleno de contradicciones y desequilibrio, que termina justo donde debe: en el sinsentido de la existencia. No te va a encantar, pero se va a quedar dando vueltas en la cabeza, como un mal sueño del que no puedes despertar. Y tanto. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.