Por Bernat del Ángel.
El inicio de un nuevo año es más que un cambio en el calendario; es un alto simbólico en el camino, una pausa necesaria para mirar atrás con gratitud y hacia adelante con algún propósito. Es el momento perfecto para hacer balance de lo vivido, reconocer nuestras victorias y aprender de los tropiezos, pero también para renovar compromisos, redefinir metas y soñar en grande. Al menos yo lo hago.
Reflexionar sobre lo que dejamos atrás no es un ejercicio de nostalgia, sino una brújula para encarar el futuro con más claridad y menos peso innecesario. Porque cada año que comienza es una hoja en blanco, una invitación a escribir con valentía, gratitud y determinación la mejor versión de nuestra historia.
La vida es corta. Breve como un suspiro o como esas canciones que tarareaba de joven y que ahora, décadas después, apenas recuerdo. Pero no se lo cuento a mis hijos. A ellos no les hablo de los días que parecían infinitos pero que, al mirarlos desde aquí, se sienten como si alguien hubiese pulsado el botón de avance rápido. No les cuento que he recortado mi vida con tijeras de placer y harto desatino, probando cada pedazo de pastel que la existencia me puso enfrente, bailando con tempestades y abrazando errores que luego resultaron ser maestros. ¿Cómo explicarles que esos momentos, aunque locos y dulcemente equivocados, son los que más sabor le han dado a esta travesía?
No puedo. Porque la vida es complicada. Terrible, a ratos. Un cincuenta por ciento desastre, siendo optimistas. Por cada sonrisa de un desconocido, hay alguien capaz de aniquilarte con una sola mirada. Por cada niño amado, hay uno que no conoció la ternura más allá de un plato de sopa fría. El mundo puede ser un lugar espantoso, lleno de rincones oscuros y dolores que no caben en un abrazo. Pero tampoco les hablo de eso.
Con mis hijos soy una suerte de agente inmobiliario emocional. Les vendo el mundo como un lugar que vale la pena habitar. Porque sí, quizás las paredes estén agrietadas y el techo haga agua, pero con un poco de esperanza, imaginación y, bueno, mucho amor, podríamos hacer de esto algo regulinchis. Les digo que hay flores que crecen entre las grietas del asfalto, que los pájaros cantan aunque el cielo esté nublado, que siempre habrá alguien dispuesto a tenderles una mano cuando el suelo se hunda bajo sus pies. Siempre.
A ver, no soy imbécil. Sé que tarde o temprano se darán cuenta de que no todo es color de rosa. Que la vida puede ser injusta y que algunas preguntas nunca tendrán respuesta. Pero hasta que ese momento llegue, quiero que sigan por el mundo con ojos de asombro, no de desconfianza. Que crean en la bondad tanto como en la fuerza.
Eventualmente me detengo a pensar si estoy haciendo lo correcto. Si al suavizarles los bordes del planeta, los estoy preparando para él o condenándolos a descubrirlo de golpe. Pero luego los miro. Y ahí están, riendo con esa risa que no sabe de miedos ni facturas por pagar. Corriendo como si el tiempo no existiera. Dibujando soles en un papel arrugado, convencidos de que pueden iluminar el universo entero con un crayón amarillo. Y me digo que, por ahora, es suficiente.
La nostalgia también hace lo suyo. Porque sé que este tiempo no vuelve. Que llegará el día en que ellos serán los agentes inmobiliarios de otros sueños y yo solo un eco en su memoria. Que un día, mientras ellos duermen profundamente después de un día pesado, me quedaré despierto, extrañando esos momentos en los que sus pequeños brazos rodeaban mi cuello con fuerza, como si yo fuera el centro de su universo.
Y mientras el mundo se envuelve en reflexiones profundas y promesas de año nuevo, ahí está Nutella, una perrita salchicha con mirada de filósofa y cuerpo de acordeón, adornando la vida con su simple y desarmante existencia. Nutella, llamada así por su color chocolate y por esa capacidad de endulzar cualquier momento, no necesita listas de propósitos ni calendarios para darle sentido al año que empieza. Su lógica es simple: una siesta al sol, una cola que se mueve al ritmo de la alegría, y la devoción incuestionable por quienes comparten su mundo.
En su andar torpe pero decidido, Nutella nos recuerda que a veces la felicidad está en las cosas pequeñas y las patas cortas. Un recordatorio viviente de que la vida, con todos sus altibajos, siempre tiene espacio para un toque de ternura y una buena dosis de chocolate, en deliciosa forma de perro.
Quizá, por eso sigo cantando canciones de Topo Gigio, aunque ya no estén de moda y mis hijos me imaginen con esa mezcla de ternura y vergüenza que solo los jóvenes saben manejar.
Porque en el fondo, esas tonadas medio ingenuas y llenas de candor son mi refugio contra un mundo que a veces se olvida de ser amable. Le canto a la vida, aunque a veces desafine. Porque si Topo Gigio podía pedirle a la luna que lo cuidara mientras dormía, yo puedo pedirle al año que inicia que nos regale un poco de esa inocencia perdida y la certeza de que, con Nutella a los pies de la cama, la vida no está tan mal.
Así que, por ahora, sigo vendiendo la mejor versión del mundo. Con sus buenos cimientos y potencial para ser hermoso. Porque, a pesar de todo, creo firmemente que lo es. Que hay belleza incluso en lo roto, en lo incompleto. Y si alguna vez se detienen en medio de la tormenta y se preguntan si vale la pena continuar, quiero que recuerden que alguien, en algún momento, creyó que sí.
La vida es corta, eso es cierto. Pero mientras haya risas, abrazos, crayones amarillos, flores creciendo entre las grietas y Nutella ladrando sigo pensando que podríamos hacer de esto algo bonito. ¿A que sí? PdC.