Los que vivieron hace más de una década en el departamento 3 de la calle Liverpool en la añeja y ex aristocrática colonia Juárez, justo atrás del Museo de Cera de la Ciudad de México, nunca encontraron una explicación lógica de por qué todas las noches en punto de las diez, los vecinos del departamento 5 comenzaban a mover los muebles, a jugar con canicas y a rodar monedas.

A diario el apacible sueño de quienes habitaban el departamento 3 era interrumpido por la señora que justo vivía en el departamento de arriba y que sin falta, a esa hora, empezaba a desplazar de un lado a otro sillones, mesas y sillas;  mientras que su hijo jugaba con sus canicas, las que dejaba caer sobre el “discreto” piso de duela.

En tanto los moradores de arriba iniciaban su cotidiana sesión de ruidos, los de abajo tendidos en su cama y mirando al techo, se desvelaban por el escándalo. Se pasaban la noche haciendo miles de conjeturas del por qué justo al momento en que iban a dormir, ellos comenzaban hacer tremendos ruidos.

Muchas veces el alba los sorprendía pensando en que no eran bienvenidos en aquel pequeño edificio de tan sólo seis departamentos, pues justo a la hora en que se disponían a descansar, los desconocidos vecinos arrastraban muebles y rodaban canicas.

Asombrados se preguntaban, cómo sabían la hora exacta en que se iban a dormir, si ellos no tenían un horario establecido para  hacerlo.

Como a los moradores del departamento 3 no les gustaba entrar en conflicto con nadie, pues se caracterizaban por ser muy tranquilos, amables y respetuosos con todos, justificaban a los escandalosos del 5 pensando: “pobre señora trabaja todo el día y seguramente por la mañana no puede realizar los quehaceres de la casa, por eso en las noches se da el tiempo para la limpieza”.

También llegaron a creer que tanto la madre como el hijo padecían de insomnio; y que sólo con aquellas actividades podían conciliar el sueño que robaban a los vecinos del departamento 3.

Hartos de no poder dormir, de los injustificables y ya cotidianos alborotos nocturnos, los molestos vecinos dieron la queja a doña Lety, la encargada de la administración del edificio.

Conforme le narraban los hechos, no alcanzaban a entender la cara de incredulidad que la señora Lety ponía; desesperanzados se dieron media vuelta sin antes pensar que su actitud era displicente, pues ella sólo les dijo: “no se preocupen, en cuanto la vea yo le digo”.

Los días pasaron, pero los “ruidos impertinentes de los vecinos del 5” no dejaron de escucharse entre las diez y la medianoche. Estos comenzaron a ser parte de la vida nocturna de la familia del departamento 3. Había días en que se resignaban al concierto de muebles arrastrar y canicas rodar. Otros de plano eran insoportables, los que acompañaban con alguna que otra maldición.

Pensando en que la señora Lety había echado por la borda la petición y queja de los enfadados residentes del segundo piso, volvieron a insistirle en que por favor le pidiera a la señora del “5” que no arrastrara sus muebles y que su niño no aventara sus canicas porque a esas horas de la noche, el ruido era demasiado fuerte y alteraba mucho el sueño de la familia, pero sobre todo el de su pequeño hijo.

La expresión de Lety, quien creció en ese edificio y el puesto de administradora lo heredó de sus ya fallecidos padres, no fue sólo de incredulidad como la primera vez,  sino también de “mmm, esta señora está loca, tan normalita que se ve”.

Doña Lety para justificar su respuesta ante la solicitud de los vecinos del “3”, de nuevo sólo les dijo: “lo que pasa es que no la he visto por eso no le he pasado su recomendación, pero no se me olvida, al rato que llegue subo a decirle”.

Confiando en la memoria y en las buenas intenciones de la señora Lety, que vivía ahí con sus tres hijas y sus dos nietas, una de 8 años de edad y una recién nacida; se quedaron con la esperanza de que sí le dijera, y la del “5” se compadeciera de ellos y los dejara descansar en silencio y tranquilamente.

Sin embargo esto nunca ocurrió. A estos “sonidos” se sumó el estruendo que ocasiona la caída y el rodar de monedas en un piso de madera. Así volvieron a pasar los días.

Una noche el colmo de las “impertinencias de los del 5” llegó a más, y llevó a la familia del departamento 3, al borde de la desesperación y a casi de la neurosis.

Esa noche, el bullicio que provocó en la duela el rodar de las canicas y monedas, fue de tal magnitud, que la señora y su hijo que dormían solos en ausencia del esposo, estuvieron a punto de un infarto por la taquicardia que el sobresalto les ocasionó al despertar tan abruptamente.

El enfado que desató en la familia, los obligó a que al día siguiente, en cuanto amaneció, por tercera ocasión la queja a la señora Lety fuera tajante y amenazante: “si en estos momentos usted no sube a pedirle a la vecina del departamento 5 que ya deje de escandalizar  todas las noches, entonces yo misma, sin miramientos se lo voy a exigir…”

El asombro que reflejaba la administradora no sólo por la furia de la señora del “3”, sino por el relato que escuchaba de lo ocurrido unas horas antes, se iba transformando en terror.

Pánico que también fue sintiendo la vecina del departamento 3, cuando la señora Lety  le revelaba que desde hace años nadie vivía en el departamento 5, ni en el 6; y que en el edificio sólo habitaban: ella con su familia en la planta baja; el doctor, en el piso uno; y en el piso 2, una pareja que casi nunca estaba, y “usted que está en el departamento 3”.

Hasta ese momento, la enfadada señora del 3, entendió el porqué de la aparente displicencia de la administradora. No era que no quisiera dar la queja a la “señora del 5”, simplemente que NO existía persona alguna que hiciera los ruidos y menos a quien reclamar; NADIE habitaba el departamento 5.

Así como un día repentinamente se oyeron los ruidos, estos así, sin más ni más, un día se dejaron de escuchar.

La familia, que años después se mudó de la colonia, sólo supo que el departamento “3” por mucho tiempo había permanecido deshabitado y quien vivió ahí antes que ellos, fue un matrimonio ya grande con una hija que sufría de epilepsia, enfermedad que la obligaba a mantenerse aislada y a salir poco a la calle.

Actualmente el departamento “3” de la calle de Liverpool, donde se escuchaban todas las noches el rodar de monedas y canicas, y el arrastre de los muebles, es habitado por una pareja de franceses, que no sabemos si también han sido víctimas de esos ruidos tan extraños… PdC.

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