Sean Baker lo hizo otra vez. Con Anora”, el director más empático del margen social despliega su cámara hacia un deslumbrante y caótico “cuento de hadas”, pero en esta versión el cristal se rompe antes del “felices para siempre”. Y no por accidente, no.

Anora”, interpretada con fuerza descomunal por Mikey Madison, es una joven trabajadora sexual de Brooklyn que, en sus propias palabras, “decide cuándo trabaja” y que, al parecer, nunca ha visto Noches de Cabiria ni se lo cuestiona. Lo que sí ha visto, seguramente, es Pretty Woman o cualquier narración donde una Cenicienta callejera encuentra al príncipe salvador.

Aquí, el príncipe es Ivan (Mark Eidelshteyn), un veinteañero ruso tan infantil como millonario, que derrocha dólares y neuronas en igual medida. Tras un encuentro que comienza siendo tan transaccional como banal, Ivan y Anora” se fugan a Las Vegas y se casan. Es ahí donde el encantamiento se desintegra: llegan los secuaces de los papás oligarcas para anular el enlace, y nuestra heroína queda atrapada en un road movie emocional que oscila entre la farsa más histérica y el drama más devastador.

Lo primero que hay que decir de Anora” es que Sean Baker nunca pierde la humanidad en su lente, aunque esta vez juega con el filo de la navaja. Los primeros minutos, cargados de lap dances y luces de neón, pueden parecer gratuitos (quizá lo son), pero aquí el exceso no es accidente; Sean Baker te empuja al desconcierto a propósito, como si dijera: “¿Esto es lo que querías ver?”. El inicio incómodo contrasta con el resto de la película, donde el corazón de Anora”—y el de la audiencia—queda al descubierto.

Y es que el mayor mérito de Anora” es Mikey Madison, que lleva el peso de cada escena y se luce con una mezcla única de dureza y fragilidad. Su Anora” no es ingenua, pero sí desesperadamente esperanzada. Ella quiere creer en ese príncipe que apenas conoce. La vemos luchar, insultar y aferrarse a una ilusión que se desmorona mientras un improbable Igor (Yura Borisov, excelente en el papel del “protector”) se convierte en su inesperado reflejo emocional.

El tramo final es particularmente demoledor: Sean Baker desmantela el sueño con la misma intensidad con la que lo construyó. La relación entre Igor y Anora” no es un rescate heroico ni un romance tonto; es un instante de conexión entre dos almas lastimadas, un alivio doloroso que redefine el concepto de salvación. Aquí no hay besos de Hollywood ni caballos blancos; hay reconocimiento mutuo y un cierre tan devastador como auténtico.

Claro, no todo en Anora” funciona. La narrativa a veces se estira más de lo necesario, y el tono entre comedia y tragedia puede desconcertar a algunos. Pero esa mezcla es lo que hace única a la película: Sean Baker sabe capturar el caos, la tristeza y la absurda comedia de la vida sin edulcorarla ni embellecerla.

Concluyo, Anora” es un golpe directo al pecho disfrazado de cuento. Es imperfecta, sí, pero también es una de las películas más auténticas y conmovedoras del año. Entre luces de neón, gritos y sueños rotos, Sean Baker y Mikey Madison entregan una historia que no se olvida fácilmente: una Cenicienta que, en lugar de un final feliz, encuentra un espejo roto y se atreve a mirarse. Imperdible. PdC.

Crítica de Antelmo Villa.

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