John Crowley nos regala “El tiempo que tenemos”, un drama romántico que intenta balancear las complejidades del amor, la mortalidad y el paso del tiempo, pero que termina siendo una experiencia desigual y superficial. Con Florence Pugh y Andrew Garfield al frente, parecía tener todos los ingredientes para conmovernos profundamente, pero el resultado final se queda corto.
La película nos presenta a Tobias y Almut, una pareja marcada por diferencias fundamentales: ella, una chef ambiciosa y vibrante, enfrentando un diagnóstico terminal; él, un hombre atrapado en el rol de acompañante devoto. La trama navega entre el presente cargado de adversidad y un pasado lleno de momentos tiernos, con un montaje que salta entre ambas líneas temporales. Sin embargo, este enfoque fragmentado, lejos de enriquecer la narrativa, la hace tambalearse.
El gran problema radica en la construcción de sus personajes. Almut, interpretada con la habitual maestría de Florence Pugh, es fuerte, apasionada y multidimensional. Su lucha por dejar un legado trasciende su enfermedad, convirtiéndola en una figura inspiradora. En cambio, Tobias, pese al encanto natural de Andrew Garfield, queda reducido a un papel desdibujado. No sabemos mucho de él más allá de su deseo de tener hijos y su devoción incondicional por Almut, lo que lo convierte en un accesorio más que en un personaje pleno.
El intento del guion por evitar los clichés del género, como los que vimos en Un paseo para recordar, es evidente, pero en su esfuerzo por darle profundidad a Almut, Tobias queda relegado a un rol funcional. El hombre que acompaña, que cede, que acepta, sin una verdadera voz o propósito propio. El resultado es una dinámica desigual que afecta el equilibrio emocional de la película.
Narrativamente, John Crowley parece obsesionado con provocar lágrimas fáciles a través de momentos predecibles: discusiones conyugales, reconciliaciones apresuradas, dolor físico y emocional mostrado con una iluminación cuidadosamente melancólica. Pero la emoción genuina, esa que te golpea el pecho, nunca llega. La historia se siente más como una serie de escenas diseñadas para manipular, en lugar de un relato auténtico y orgánico.
Pese a todo, Florence Pugh logra elevar la película con una actuación que combina vulnerabilidad y fuerza. Sus momentos más impactantes son aquellos en los que vemos a Almut enfrentarse al futuro con determinación, intentando cumplir sueños que sabe que no verá florecer del todo. Andrew Garfield, por su parte, hace lo que puede con un personaje que parece más un accesorio narrativo que un ser humano complejo.
El problema de We Live in Time es que nunca decide qué quiere ser: un drama íntimo sobre la pareja o un retrato individual de una mujer extraordinaria. Al final, no es ninguna de las dos cosas. La película, aunque visualmente cuidada, no profundiza en sus temas ni aprovecha el potencial de su elenco. Se queda en la superficie, y cuando llega el inevitable final, la sensación predominante es de vacío.
Resumo, “El tiempo que tenemos” tenía todo para ser un relato conmovedor y profundo, pero se conforma con ser un drama romántico más, empañado por personajes desequilibrados y una narrativa que no logra sostenerse. ¿Vale la pena verla? Quizá para admirar el talento de Florence Pugh, pero no esperes una experiencia inolvidable. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.