Agathe Riedinger debuta con una patada al estómago envuelta en gloss y lentejuelas. “Diamante salvaje” no es una historia de superación, ni de redención, ni de esa “esperanza” reciclada que Hollywood mete hasta en las películas de catástrofes. No, aquí la esperanza es un veneno con brillo: adictivo, bonito a la vista y letal en la dosis diaria que recibe Liane, una joven de 19 años que camina como si el mundo le debiera algo, pero sin tener claro qué.

Liane, interpretada con una intensidad frágil y feroz por Malou Khebizi (que se marca un papel que huele a revelación), vive entre el abandono emocional y el empuje insaciable por ser adorada. Vive con su madre desempleada, una hermana pequeña y una autoestima construida con TikToks, botox casero y tutoriales de maquillaje. Es bella, sí, pero no en el sentido clásico; su belleza es un arma, una moneda de cambio, su único capital en un mundo donde “ser deseada” es lo más parecido a tener poder.

Agathe Riedinger no pone filtros. Su cámara sigue a Liane con una crudeza casi documental, como si estuviéramos colándonos en la cuenta privada de una influencer sin edición. Y no hay redención aquí: nadie viene a salvarla, y ella no busca salvarse. Todo gira en torno a su gran oportunidad: una audición para un reality show llamado Miracle Island. Un casting que para ella no es solo un trabajo, sino la salida definitiva de su vida mediocre y la confirmación de que su obsesión tiene sentido. Pero mientras espera la llamada que podría cambiar su destino, lo que cambia es ella. Se diluye.

 Diamante salvaje” no la juzga, y eso es lo más refrescante. Liane es vanidosa, sí. Egocéntrica, también. Pero detrás del contour exagerado y las poses, hay una adolescente que ha tenido que aprender que el afecto se mendiga y la validación se gana a base de exhibicionismo. La escena en la que se compra un vestido brillante de 600 euros —como quien firma una hipoteca emocional— resume el tono: absurdo y trágico a la vez.

Diamante salvaje” dialoga con otras historias recientes sobre la feminidad, el deseo y la presión de ser perfecta, como La sustancia, pero evita el sermón. Aquí no hay moralejas ni maquillajes retirados en un momento de lucidez. Liane no despierta un día empoderada y libre de filtros. Ella sigue, porque no sabe hacer otra cosa. Diamante salvaje” tampoco busca caer bien: a veces es incómoda, otras, desgarradora; nunca complaciente. Pero lo cierto es que genera una empatía cruda, real, sin trucos.

Lo más impactante es que, mientras Liane se hunde, no podemos dejar de desear que logre su objetivo, aunque sepamos que su sueño puede devorarla. Porque todos hemos querido alguna vez que alguien nos mire y nos diga que valemos. Diamante salvaje” no es una joya pulida. Es una piedra en bruto que duele si la aprietas. Y justo por eso, brilla. Obligada. PdC.

Crítica de Antelmo Villa.

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