Igual que Dios, la Muerte está en todas partes. Se le puede encontrar en un quirófano, en un cuarto de hospital, en una carretera, en el mar, en todos lados, pero también jugando en la azotea de un edificio, entre pantalones, blusas, calcetines y entre las sábanas blancas con olor a limpio, colgada en los tendederos, o escondida detrás de un cuarto de cachivaches.

Cuando Felipe la conoció no estaba seguro si sería bueno jugar con ella, por eso, decidió pedirle permiso a su madre.

—Espérame le voy a preguntar a mi mamá, a ver si me deja —le dijo con toda la inocencia que un ser humano puede tener cuando se es muy niño.

—¿Con quién hablas? mi amor —lo cuestionó, pues sólo ellos dos estaban en la azotea, tendiendo la ropa que ella acaba de lavar.

—Con la Muerte mamá, quiere que vaya a jugar con ella. Mírala ahí está —le contestó Felipe, como si se refiriera a un amiguito suyo.

—No la veo, ¿en dónde está?

—Está ahí atrás de la ropa, cuando tú te asomas ella se esconde, ella no quiere que tú la veas; quiere jugar conmigo, ¿me dejas ir? mira como me llama con su mano.

—Dile que no puedes ir, que si quiere jugar contigo que venga hasta aquí.

—Ya te escuchó, dice que no, quiere que yo vaya hasta donde está ella…

—Entonces dile que no te doy permiso…

—Dice mi mamá que si quieres jugar conmigo que tú vengas —le dijo Felipe a la Muerte, como si platicara con un compañerito de juego.

—¿Qué paso, qué te dijo? mi amor —le preguntó su madre, con la mayor tranquilidad que pudo tener, si es que se puede tener serenidad cuando se está ante la presencia de la muerte, pues ella no quería asustar a su pequeño.

—No quiso, ya se fue, me dijo adiós con su mano…PdC.

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