Historias Comunes

Nunca te vayas sin decir te quiero

No te vayas sin decir te quiero. Hoy estamos aquí, quizá tristes, decepcionados de sí mismos, frustrados o enojados con la pareja, con los hijos, con los amigos, con los padres, o enojados con la vida; o a lo mejor logramos todos los retos trazados y somos felices, estamos a gusto con lo que hicimos en la vida, satisfechos con lo que hicimos de nuestros sueños.  Sea como sea que estemos hoy, como nos sintamos hoy, a veces, hay algo que tenemos pendiente, quizá una plática, una llamada, una visita, una aclaración, un abrazo, una palabra de aliento, una sonrisa, las palabras mágicas que abrazan el alma…mañana, no sabemos si estaremos aquí o esa persona estará aquí para ir a verla, para hablarle, para que nos escuche, y entonces nuestro abrazo será etéreo y nuestras palabras no tendrán respuesta…

A mi me sucedió, me fui sin decir te quiero. Y cada que lo recuerdo se me hace un nudo en la garganta, me arrepiento de no haberlo dicho, y entonces viene su imagen, la veo ahí parada en la puerta de su casa…

 Otro aniversario más. Luego vendrá otro, y otro más.

El tiempo ha pasado, pero el dolor de su ausencia se estacionó en mi mente, en mi alma, en mi vida.

Orgullosa, digna, así partió físicamente de mí. En mi corazón, en mi mente año tras año ahí está su imagen, su recuerdo, pero sobre todo el dolor que pregunta por qué me di la vuelta sin decirle “te quiero”.

Al tiempo y a la distancia el dolor no se diluye, se mantiene firme, fuerte. Te carcome por haberte guardado un saludo, un adiós, una despedida, por no haberte atrevido a dar un abrazo, por el miedo a dar un beso, a decir te quiero.

Ella se fue y nunca supo cuánto la amé. Nunca se enteró cuántas actitudes de ella forjaron mi carácter y dieron fortaleza a mi espíritu. Nunca supo cuánto la admiré.

Aún recuerdo su figura. Ella era grandiosa y desafiante al tiempo, a la enfermedad y a la vida. Aun con su juventud llegó a esta ciudad sola con sus tres hijos. Su falta de estudios y su poco español no la limitó, por el contrario, le infundió coraje para luchar por ellos, para que no se le murieran de hambre.

La vida la puso a prueba una vez más, una de sus hijas se le murió de tuberculosis en plena juventud, a unos pasos del altar.

Una muerte que nunca pudo superar, pero que no le hizo olvidar su responsabilidad con los dos hijos que le quedaban.

Se dedicó a lavar ropa, a planchar, a vender dulces, a ser una excelente cocinera. Por más simple o humilde que fuera la actividad a la que se dedicaba, la llevaba a cabo con excelencia. Todo lo hacía perfecto.  Ella no se permitía las cosas a medias, porque para ella, las cosas se hacían bien o mejor no se hacían.

El miedo a flaquear en su misión le forjó un recio carácter. Poco descansaba. Mucho trabajaba. Yo diría que hasta en sueños lo hacía. Nunca se daba ni un instante de tregua.

Nunca fue a la escuela. No sabía leer.

No sólo sacó adelante a sus hijos y les dio una educación basada en valores y principios, también fue el pilar de la educación escolar de sus cuatro nietos.

Chiquita, menudita con su larga cabellera trenzada se levantaba apenas salía el sol, siempre implorando a Dios la fuerza para no desfallecer.

El trabajo duro y constante surcó su cara, la pintó de expresiones adustas, le borró el brillo de su mirada y también su sonrisa.

Así su vida transcurrió, unas veces hosca, otras cansada, muchas otras dispuesta a darle la batalla a la vida y a la enfermedad.

Ese último día ahí estaba erguida como el tronco de esos árboles que aunque viejos se mantienen de pie, resistiéndose a ser doblegados por el dolor, por las circunstancias de la vida.

“Mamá vete a recostar”, le pedí, pero ella como siempre sacando su fortaleza física y su recio carácter, se negó. Nadie pudo impedir que fuera a la cocina por un vaso de agua.

En su vida y en su vocabulario no existieron los limitantes, los impedimentos. Para ella los fracasos sólo fueron un “empujón” para seguir, para “ser más”, para “levantarse, sacudirse el polvo” y continuar.

Enferma, pero en pleno uso de sus facultades mentales, pese al infarto cerebral que sufrió y del cual se recuperó no obstante su edad, se quedó parada en la puerta de su casa con el vaso en la mano. Yo con media vuelta me despedí y con un sólo “nos vemos el próximo domingo”, me fui de ahí.

Al salir una infinita tristeza me invadió. El tiempo se paró y no hubo más domingos. Ese día sería la última visita que le haría en su casa. Y así fue, tres días después mi hermano, el mayor, me dio la noticia.

No fue necesario preguntar, ni decir más. Al verlo parado frente a mí y escucharlo pronunciar “mamá”, yo sabía que el momento había llegado.

Y sí, lamentablemente, “el momento” cumplió con su cita. Y yo, ese día, ese domingo simplemente me di la media vuelta, me retiré sin decirle te quiero.

Qué contradictorio, cuando aún estaba conmigo y en cualquier momento yo podía verla físicamente, a toda costa evitaba su presencia. Cuando la podía escuchar, cerraba mis oídos a sus palabras. Me resistía a escucharla.

Ahora todo terminó. Ella ya no está físicamente, sólo su recuerdo. Muchos otros aniversarios luctuosos vendrán. Y yo aquí lamentando no haberle dicho cuánto la quise, cuántos de sus ejemplos sirvieron para construir mi vida, dice Mariana sentada a un lado de la tumba de su abuela. Nunca te vayas sin decir te quiero.

 Escrita por MM.

Foto de cottonbro.

1 Comentario
  1. Silvia M 2 años ago
    Reply

    Que hermosa historia, llena de sentimientos y sobre todo de verdad, cuantas veces por orgullo no le decimos a nuestros padres, hijos, amigos o quien sea cuanto los queremos, nunca sabemos si ese será el último día que los vemos. Gracias por tan bonito relato, me ha hecho reflexionar para no pasar un día más sin decirle a alguien que lo quiero.

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