Gia Coppola nos trae “La última corista”, una suerte de despedida a los brillos y plumas del viejo Las Vegas, y al mismo tiempo un canto melancólico al fin de los sueños que un día parecieron eternos. “La última corista” gira en torno a Shelly, una showgirl que lleva tres décadas moviéndose entre lentejuelas y tocados en la cabeza en el espectáculo Le Razzle Dazzle. Pamela Anderson encarna a esta mujer atrapada entre el ocaso de su carrera y las consecuencias de sus decisiones pasadas.
Desde el inicio, “La última corista” no pretende ocultar su naturaleza: no es tanto una historia de redención como una reflexión sobre lo que significa ser vista, admirada y, finalmente, olvidada. Shelly vive en un limbo entre la nostalgia y la negación, todavía aferrada al brillo de un espectáculo que otros consideran un simple negocio de striptease. A su alrededor orbitan personajes que enriquecen este relato, desde su hija Hannah (Billie Lourd), quien lucha por entender las prioridades de su madre, hasta Annette (Jamie Lee Curtis), una camarera bronceada hasta el exceso y con más garra que los tres tristes tigres.
Gia Coppola maneja esta historia con sensibilidad, pero también con un tono casi documental. La cinematografía de Autumn Durald Arkapaw le da un aire de cinéma vérité, mostrando la rutina de Shelly con una mezcla de crudeza y lirismo que nos hace sentir como intrusos en su vida. Los planos son irregulares, a menudo desenfocados, como reflejo del caos interno de su protagonista.
Comienzo: sin embargo, lo que podría haber sido una exploración potente de los conflictos internos y externos de Shelly, a veces se pierde en una narrativa que tantea demasiados frentes sin llegar a resolverlos del todo. El conflicto con Hannah, por ejemplo, ofrece momentos impactantes —como cuando la hija confronta a su madre por haberla dejado atrás—, pero nunca termina de profundizarse. Algo similar ocurre con Eddie (Dave Bautista), el gerente del club y antiguo interés romántico de Shelly, quien aporta humanidad al relato, aunque su historia queda en un segundo plano.
Jamie Lee Curtis es, sin duda, el alma de “La última corista”. Encarna a Annette con tal fuerza que cada escena en la que aparece es un recordatorio de por qué sigue siendo una de las grandes. Su interpretación de una mujer agotada pero invencible es tan magnética que eclipsa incluso a Pamela Anderson, quien, aunque entrega una actuación sorprendentemente sincera, no logra escapar de la sombra de Jamie Lee Curtis. Las cosas como son.
A pesar de sus altibajos, “La última corista” es una película que resuena. Nos habla de los sacrificios que hacemos por los sueños y del precio de perseguirlos sin mirar atrás. Es un recordatorio de que el espectáculo debe continuar, aunque el telón esté a punto de caer.
Gia Coppola cierra este relato con un final que, en lugar de redimir o consolar, subraya la dura realidad de los dejados atrás. Puede que Shelly no siempre haya elegido el camino correcto, pero su historia nos desafía a preguntarnos: ¿qué es peor, vivir con el peso de nuestros errores o con la espina del arrepentimiento?
Con momentos que oscilan entre lo desgarrador y lo esperanzador, “La última corista” no es perfecta, pero su honestidad cruda la hace difícil de ignorar. Buena. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.