“Hot Milk” es una de esas películas que te dejan con cara de “¿y entonces qué?”. No porque sea mala —de hecho, está llena de ideas, atmósferas densas y actuaciones más que rescatables— sino porque parece una suma de momentos brillantes encapsulados en una narración que no termina de cuajar. Es como un buen vino servido en un vaso de plástico: el contenido tiene cuerpo, pero el envase… chirría.
La directora debutante Rebecca Lenkiewicz (guionista de Ida y Colette) se lanza a dirigir esta adaptación de la novela de Deborah Levy con el entusiasmo de quien quiere explorar el universo femenino desde las heridas más íntimas. Y lo hace, sí, pero entre muchas dudas. El resultado es un relato tan brumoso como la mente de su protagonista: Sofia (Emma Mackey), una joven antropóloga que carga con el peso físico y emocional de su madre enferma (Fiona Shaw), mientras intenta entender su propio deseo, su rabia y su lugar en el mundo.
La historia se cocina lentamente en un pueblo costero de España, donde madre e hija buscan un tratamiento milagroso con un sanador de dudosa ética. Entre curaciones new age, sandalias de cuero y playas doradas, la joven encuentra escape en los brazos (y el caballo) de Ingrid (una magnética Vicky Krieps), costurera bohemia que parece sacada de una fantasía erótica con filtro de Instagram. ¿Es real o un producto del colapso mental de Sofia? La película, con gusto por la ambigüedad, no contesta del todo.
Emma Mackey intenta contener el universo entero de su personaje en una mirada y una calada de cigarro, pero la dirección no siempre le ayuda. Su sufrimiento, a veces legítimo, a veces caprichoso, pierde potencia cuando el guion la obliga a repetir muecas de adolescente harta. Fiona Shaw, en cambio, está espléndida como la madre controladora, una mujer que parece enferma cuando le conviene y manipuladora en cualquier idioma. Y Vicky Krieps, como siempre, hace malabares con poco y logra convertir cada gesto en una insinuación deliciosa.
Visualmente, “Hot Milk” tiene postales de ensueño: cuerpos flotando, escotes bajo la luz del atardecer, heridas que se convierten en metáforas. Christopher Blauvelt hace que la luz española funcione como bisturí: todo queda expuesto, hasta lo que los personajes quieren ocultar. Pero la puesta en escena, aunque lírica, se vuelve repetitiva y, en sus intentos simbólicos (Sofia en silla de ruedas bajo el agua, por ejemplo), cae en lo obvio.
“Hot Milk” intenta hablar de muchas cosas: enfermedad psicosomática, sexualidad femenina, maternidades tóxicas, salud mental, independencia emocional… pero ninguna se desarrolla del todo. Hay momentos de furia contenida —como el cuchillo de pescado que casi se convierte en arma homicida— que prometen una explosión emocional que nunca llega con claridad. Cuando finalmente todo estalla, uno siente que la pólvora estaba húmeda.
Concluyo, “Hot Milk” es una película fascinante… hasta que intenta explicarse. Una obra con alma de autor, pero sin dirección firme. Rebecca Lenkiewicz tiene sensibilidad y buen ojo, pero como directora aún no afina el pulso. Eso sí: entre tanto diálogo críptico y caballos en cámara lenta, hay suficientes chispazos como para que el viaje no se sienta del todo perdido.
Vale la pena verla —una vez— por la atmósfera, por las actrices, y por esas cicatrices que, como las del alma, no terminan de sanar. Regular. PdC.
Crítica de Antelmo Villa.