Paco Salgado
En medio del dolor, pero con pícaras sonrisas, el Wero, el Negro y Pancho, tres de los últimos sobrevivientes de aquella “flota” de la Oriente 7 de Orizaba, recuerdan con tristeza al recién fallecido Reinaldo, otro más de los cuates que se adelanta hacia esa infaltable cita que marca el fin de la historia de cada persona en este mundo.
Rey, que no bailaba muy ligero que digamos, participó varias veces en presentaciones de bellas quinceañeras de aquéllos años mozos, cuando la vida era una promesa para todos ellos.
Fue ahí, en las calles empedradas de Orizaba, Veracruz, en donde nació una historia que se mantendría firme como las montañas que abrazan ese valle. Allí vio la luz Reinaldo, a quien todos conocíamos como *Rey*. Su vida, marcada por contrastes, fue el reflejo de un hombre de pocas palabras pero de intensos actos, de rostro recio pero corazón noble, de decisiones firmes y espíritu suave.
Desde joven, Rey fue un tipo singular. Alto, con la mirada dura y el gesto siempre serio, sus amigos le apodaron “Charles Bronson” por su parecido con el actor y su misma aura de misterio. Pero bastaba pasar unos minutos con él para descubrir que bajo ese rostro de piedra habitaba una sensibilidad casi infantil. Lloraba con películas de amor, escribía cartas a mano con una caligrafía elegante y nunca olvidaba una fecha importante. En noches de bohemia cantaba y bailaba, mal, pero lo hacía.
Sus raíces en Orizaba lo marcaron profundamente. Creció siendo un hijo ejemplar, siempre pendiente de su madre, Doña Guille, y su padre, Don Daniel, a quienes cuidó con devoción hasta el último de sus días. Con su padre compartía silencios largos frente al televisor o en caminatas por el parque, silencios que, en ellos, significaban compañía y entendimiento.
Rey fue un hombre de estudios. Primero se inclinó por la Radiología, guiado por su precisión y su inquietud científica. Pero después, ya con familia y responsabilidades, se aventuró a estudiar Derecho, convencido de que la justicia debía ser más que una palabra. Nunca usó sus títulos para presumir, pero los defendía como logros que hablaban de su tenacidad.
Como esposo, fue un compañero sólido de Juanita. No era afectuoso en público, pero en la intimidad del hogar era detallista, protector, y sorprendentemente romántico. Como padre de Arizbeth, Arístides y Octavio, fue exigente y recto, pero profundamente orgulloso de sus hijos. Les inculcó valores con el ejemplo, no con discursos.
Quienes tuvimos la fortuna de llamarlo amigo lo recordamos por su lealtad inquebrantable. Rey no era de grandes fiestas, pero si uno lo necesitaba, llegaba sin preguntar. Te acompañaba en silencio, o te soltaba una verdad dura que no querías oír, pero sabías que salía de un lugar genuino. A veces parecía seco, incluso rudo, pero quienes le conocían de verdad sabían que cada gesto suyo estaba cargado de una intensidad emocional que lo sobrepasaba.
Desde joven se mudó a Querétaro, buscando un clima más amable para su salud y un lugar donde reinventarse. Jamás se volvió sedentario: leía, caminaba, cocinaba a su manera (que era la única correcta, según él). Su última pasión fue litigar y seguir ayudando a la gente, como lo hizo con Pancho, el Wero y el Negro, cuando eran muy jóvenes.
La muerte lo sorprendió a los 68 años, dejando un vacío imposible de llenar, pero también una colección de anécdotas, enseñanzas y frases suyas que seguiremos repitiendo como si aún lo escucháramos gruñir en la sala.
Rey no fue perfecto, y jamás pretendió serlo. Pero fue íntegro, leal, honesto y profundamente humano. Hoy, al recordarlo, no lloramos su partida: celebramos la intensidad con la que vivió, la autenticidad con la que amó, y el legado discreto pero imborrable que dejó en quienes tuvimos el privilegio de conocerlo.
Descansa, “Charles Bronson” veracruzano. Aquí seguiremos contando tus historias. Siempre Rey.
Te recordaremos con cariño. PdC.