La lucha de los científicos por acabar con el plástico ha sido incansable, y es que hace 52 años cuando aparecieron las bolsas de polietileno o de plástico nadie imaginó que serían un grave problema.
Cuando en la década de 1970 surgieron, de inmediato se convirtieron en el producto más usado por millones de personas para transportar todo tipo de cosas, y tan solo una década después ya se consideraban un problema.
María Neftalí Rojas Valencia de la Coordinación de Ingeniería Ambiental del Instituto de Ingeniería (II) de la UNAM, señala que las bolsas de plástico afecta no solo al medio ambiente sino también a la salud.
Comenta que antes de la pandemia, en la Ciudad de México entró en vigor la segunda fase de la prohibición de plásticos de un solo uso, entre ellos, las bolsas. Sin embargo, con la emergencia sanitaria se volvió a permitir su utilización a escala mundial, incluso se fabricaron especiales para los cadáveres infectados con el coronavirus SARS-CoV-2.
Aunque hubo una disminución importante en su empleo, sobre todo en los supermercados, no desaparecieron. En el orbe, dice la científica, hay 500 mil millones de bolsas plásticas circulando; al minuto de su uso, un millón de ellas se tiran a la basura y sólo alrededor de uno por ciento se envía al reciclaje. Su tiempo de uso medio es de 15 minutos y, por lo general, no se les suele dar más de dos usos.
Actualmente también enfrentamos el problema de los microplásticos. Hay estudios que no sólo demuestran su presencia en sitios tan lejanos como la Antártida, sino en la placenta y sangre humanas, por lo cual se han convertido en una amenaza para la salud, alerta la experta.
En la búsqueda de soluciones, se han producido bioplásticos que se dividen en dos grandes grupos: biopolímeros, y plásticos biodegradables de origen petroquímico, que contienen celulosa o bacterias, pero gran parte sus componentes son de hidrocarburo.
Los biopolímeros pueden ser de diferentes materiales como ácido poliláctico, almidón, celulosa, quitosanos o proteínas como gelatina, colágeno, suero, soja o maíz, o lípidos como los triglicéridos. Sin embargo, hay que preguntarse qué es lo que realmente está disponible en el mercado, cuestionó la universitaria.
Los plásticos, aclaró Neftalí Rojas, son biodegradables por su composición de carbono e hidrógeno, lo cual los hace compuestos orgánicos; el problema es que se descomponen muy despacio, algunos en más de 150 años.
“Lo que se ha hecho para evitar que duren tanto tiempo es agregar un aditivo; este componente ‘ayuda’ a la bolsa a degradarse, pero también a romperse en fracciones; eso ha provocado el aumento de microplásticos”.
La degradación es un proceso gradual, y puede ser el resultado de fenómenos simultáneos. Su velocidad depende del material y su entorno, y no existe una escala universal para evaluarla.
La norma mexicana dice que las bolsas deben ser “biodegradables o compostables”, pero no es tan fácil demostrar que lo son. La principal diferencia entre ambas es que la primera tiene aditivo y la segunda, una resina. “Para certificarlas, las primeras deben demostrar su capacidad de descomposición en el medio natural, velocidad de desintegración, eco toxicidad y contenido de metales pesados”.
La especialista explica que las compostables se fabrican de almidón de maíz, papa, trigo o arroz; de celulosa de madera o algodón, cereales o restos vegetales; de desechos de naranja, cáscara de camarón, etcétera.
“Para obtener el certificado correspondiente, debe demostrar que puede degradarse en una planta de composta, con cierta humedad, temperatura y cantidad de organismos”. Sin embargo, es común que circulen bolsas, sobre todo en mercados sobre ruedas, que tienen el sello de “compostables” y “biodegradables”, sin serlo.
Para determinar cuáles cumplen con las características de cada categoría y ayudar a los fabricantes a obtener sus sellos de certificación, en el Instituto de Ingeniería se realizan las pruebas de los plásticos con base en cuatro normas nacionales e internacionales de biotoxicidad, para determinar presencia de metales como arsénico, cadmio, cromo, cobalto, cobre, flúor, plomo, etcétera, que contienen los tintes de la publicidad impresa en las bolsas.
Asimismo, se analiza la degradación aeróbica en vertederos y plantas de composta controlada; y anaeróbica, como la que ocurre en los rellenos sanitarios.
Algunas normas, detalla la universitaria, piden el cultivo de semillas para demostrar que la bolsa no tenga algún componente tóxico, en este caso de tomate verde, pasto o cebada; en teoría, si alguno de esos elementos está presente, las semillas no deberían germinar; no obstante, la científica ha probado que todas las semillas germinan en cualquier tipo de bolsa. Por ello no considera que sea una prueba confiable.
También se usan lombrices; empero, esos anélidos no ingieren el plástico como tal, sino que hay que alimentarlos con microplásticos revueltos con materia orgánica. En cambio, los gorgojos sí se lo comen directamente y sus heces, a semejanza del humus de las lombrices, se pueden emplear para composta o alimento para aves, y comercializarse.
Recalca que, además de realizar trabajo en campo en Acapulco e Isla Mujeres, en el laboratorio del instituto se simulan las condiciones marinas para determinar cómo se biodegradan, o no, los distintos tipos de bolsas en los mares y océanos. Los resultados se obtendrán a mediano plazo.
Además, se investiga la posibilidad de obtener aceite a partir de las bolsas, o utilizarlas en un coprocesamiento, porque hay plantas que requieren ese material; así, por ejemplo, se llevarían a quemar a las cementeras para que desarrollen su proceso de producción. “Esa sería una gran solución: crear centros de acopio para bolsas que se llevarían a fundir a las coprocesadoras, sin generar residuos”, concluye Rojas Valencia. PdC.
Foto de SHVETS production.